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Antes que nada, queridos lectores, una pequeña nota biográfica que a algunos puede parecer innecesaria, pero que creo puede servir para mejor leer este texto a quienes no me conocen tan bien:
De niño, hace más años de los que me gustaría reconocer, viví en Israel acompañando a mi madre, que fue embajadora de México ante ese país. En tres años y medio aprendí el idioma, hice amigos y conocí sus costumbres, viví la diversidad religiosa y la importancia de la tolerancia ante la diversidad, observé, sin darme cuenta todavía de su importancia, las contradicciones inherentes a esa nación que ya sentía el peso de los años y su transito de ser débil y vulnerable a convertirse en una de las grandes potencias militares de la región.
Mi primer contacto consciente con la democracia parlamentaria se dio ahí, también con la igualdad de genero en un país entonces gobernado por una mujer, Golda Meir, en donde era común ver a jovencitas (que a mí no me lo parecían tanto en ese entonces) en su uniforme militar. Asomaban apenas los esbozos del radicalismo religioso que después habría de ocupar un espacio e influencia desproporcionados en la vida política y social de Israel.
Me tocó vivir en Tel Aviv durante la ultima guerra formal de Israel con sus vecinos, la del Yom Kippur en 1973, observar el azoro inicial ante el sorpresivo avance de los ejércitos sirio y egipcio, el alivio generalizado al tener éxito la contraofensiva israelí. Y presentir que una vez experimentada esa vulnerabilidad su vida y rumbo jamás volverían a ser iguales.
Mi estancia en Israel me marcó profundamente, para bien. Por azares del destino pude, años más tarde, vivir en Alemania (en las dos) y en la entonces Unión Soviética. Paradojas de la vida: dos lugares en los que el antisemitismo ha mostrado su más feo, espantoso rostro: los “pogromes” rusos y, nunca comparable, el Holocausto. En mis dos etapas germanas, primero en el Berlín de la antigua República Democrática Alemana (que así se hacía llamar la alineada con la URSS) y después en Bonn, así como en mi paso por ese Moscú de la apertura y transformación del bloque comunista, pude ver, como complemento a mis aprendizajes, la manera en que cada uno de ellos intentó lidiar con su horripilante y escandaloso pasado. Todo un círculo de enseñanzas y contradicciones.
Desde mi gran simpatía por el pueblo judío y con ese vergel de ideales democráticos e igualitarios que se imaginaba Israel, es que hoy veo con profunda tristeza el conflicto en la región y la manera en que el odio y el encono todo lo dominan, que la empatía desapareció.
Me duelen las imágenes de muerte, de sufrimiento de civiles inocentes. Pero me duele aun más la incomprensión e indiferencia con que el mundo observa lo que está pasando.
No pretendo, no podría, encapsular en este texto toda la enorme y terriblemente compleja problemática que asola a la región, especialmente hoy a los palestinos e israelíes. Pero sí quisiera dejarles algunos puntos:
Es imposible entender el conflicto sin conocer ambas versiones de la historia, que no es de buenos y malos, blancos y negros. Hay muchos matices. No se puede descalificar de entrada ni el sufrimiento ni las legítimas aspiraciones de ninguno.
Los palestinos tienen derecho a su propio país, a un Estado palestino; Israel a vivir con seguridad y que se reconozca también su derecho a existir.
Las terribles condiciones de vida en Gaza, acentuadas por el bloqueo israelí, sólo sirven como combustible y pretexto para la violencia.
La violencia sólo engendra más violencia. Las etiquetas, los estigmas, son reprobables, perniciosos, en el sentido que sea.
Es hora de entender que no son los pueblos los que se niegan a la paz, sino sus dirigentes políticos y militares. En una espiral perversa, cada uno utiliza los actos del otro para su propia propaganda y sus justificaciones.
Y tantas, tantas otras cosas que quisiera yo decirles, pero para las que se me ha acabado, por esta semana, el espacio. Por desgracia, sospecho que pronto tendré que abordar de nuevo el tema.
Analista político y comunicador