Pasaron las campañas y aquí seguimos. Aguantamos sin responder, o haciéndolo moderadamente, los agravios, los insultos y las ofensas de quienes opinaban distinto, de quienes tenían preferencias que no eran las nuestras.
Logramos conservar amistades, mantener vivas, si no es que cordiales, muchas de nuestras relaciones familiares. No bloqueamos a nadie en Twitter, solo dejamos de seguir a algunos. Y no, no recurrimos al intraducible “unfriend” en Facebook aún frente a las más agudas necedades de nuestros conocidos en esa red.
Fuimos capaces de leer periódicos, ver y escuchar noticieros en radio y TV sin romper aparato alguno, sin montar en cólera o morir atragantados por nuestras propias carcajadas. Y no le faltamos al respeto a nadie, aunque tal vez sí le hayamos perdido el respeto a algunos. En resumen, podemos decir que, a mucha honra, somos sobrevivientes del proceso electoral más tenso, más sucio, más crispado, de la historia reciente de nuestro país.
No es poca cosa. Lamentablemente las campañas no fueron precisamente una lección de civismo ni de buenas maneras, ni una clase de ética. Y no se puede señalar a un solo lado: todos los participantes incurrieron en, o toleraron y dejaron pasar, faltas de todo tipo. No solamente ausencia de civilidad o ataques, que de eso se componen en mucho las campañas electorales, sino en aquello que podríamos llamar elemental decencia.
Desde las granjas de bots y troles en redes sociales, con sus venenos esparcidos por los anónimos que desde múltiples cuentas simultáneamente escupen lo peor de sí, hasta los spots que llamaban a la confrontación, al desprecio o a la discriminación; el uso descarado de niños para anotarse puntos o los infundios que servían tanto o más a agendas personales que a las partidistas. Todo eso, queridos lectores, fue lo que nos endilgaron, lo que tuvimos que aguantar. Y lo hicimos.
¿Qué sigue ahora?
Ya superado el trance de las campañas y el bastante civilizado y ordenado día de las elecciones, tenemos un resultado claro. Por vez primera en muchos años, tal vez en la historia de la democracia competitiva en México, un candidato obtiene la mayoría absoluta de los votos y lo hace en todos los segmentos demográficos, socioeconómicos y educativos. Tendrá, como nadie desde 1997, mayoría en ambas cámaras y podría, si quisiera, reformar la Constitución. Ese fue el mandato de quienes acudieron, acudimos, a votar el primero de julio. Y esa, guste o no a quienes se dicen liberales demócratas, es la democracia.
El resultado electoral no se da en el vacío. Es producto de fallas y carencias acumuladas a lo largo de muchos años, muchos más que los que uno o dos gobiernos previos pueden sumar. Es reflejo del cansancio, de la indignación, pero también de la profunda incapacidad de la mal llamada clase política de entender el ánimo ciudadano, las razones profundas de la rebelión que para nuestra fortuna se expresó en las urnas y no en las calles o en la sierra.
Toca ahora ver para adelante y procurar no la reconciliación romántica que algunos soñarían como en cuento de hadas, sino la posible. Esa que no nos haga olvidar diferencias ideológicas ni principios. Esa que nos obligue a defender libertades, sin creernos superiores como para dictar aceptación, tolerancia o perdón.
Una reconciliación que, en suma, saque lo mejor de nosotros sin olvidar que en la diversidad, en la tolerancia al otro, está la esencia no solo de la democracia, sino de la convivencia civilizada. Incluso, sí, con los amigos incómodos.
Y es que después de todo lo que colectivamente hemos pasado, lo menos que nos debemos es diálogo, ideas, propuestas, crítica y sobre todo autocrítica. Porque lo fácil es ese sentimiento de superioridad moral que despierta la confrontación pero que no resiste ya no digamos un examen de conciencia, ni siquiera una mirada honesta en el espejo.
A darle pues, queridos lectores, que ni a ustedes ni a mí nos van a mantener ni las consignas ni los lugares comunes.
Analista político y comunicador.
Twitter: @gabrielguerrac.
Facebook: Gabriel Guerra Castellanos