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Cada país, cada pueblo, tiene el gobierno que se merece. Reza así la sabiduría popular y el dicho se le atribuye desde a Winston Churchill hasta a Joseph de Maistre, aunque yo encontré una referencia bíblica, de Eclesiastés, que en una traducción libre básicamente afirma lo mismo. Y es que es muy cierto, más todavía en tiempos de la democracia, que la población adulta escoge, elige, a quien la va a gobernar. Pero aun en otros sistemas políticos podríamos decir que en el fondo el pueblo tolera o permite a algunos que se le impongan, que le manden, que le gobiernen.
Así pues, la tan consabida frase sirve lo mismo de consuelo que de lamentación, de queja colectiva o de expresión despectiva, pero deja de lado algo que es, o debería ser, igualmente importante: si tenemos al gobierno que nos merecemos ¿acaso tenemos también a la oposición, a las oposiciones, que nos hemos ganado?
Me explico: muchas de las naciones más avanzadas en lo político, en lo económico y también en su desarrollo cívico o social tienen una característica en común: aquello que a los ingleses les dio por llamar, hace ya algunos cuantos siglos, la “oposición leal”. Leal en tanto que si bien critica al gobierno en turno, no cuestiona su legitimidad, no cuestiona al sistema o régimen del que emana y acepta los inconvenientes y defectos de su muy particular forma de gobierno a pesar de que le pueda resultar incomoda e incluso inconveniente.
Para muestra algunos botones de nuestro vecino al norte: no obstante que el para muchos anacrónico sistema del Colegio Electoral ha propiciado que terminen ganando la presidencia candidatos que no ganaron la mayoría del voto popular (pienso en George W. Bush o Donald Trump), los perdedores aceptaron los resultados sin chistar. En Europa es común ver a políticos opositores usar el lenguaje como arma cuasi mortal, pero plegarse a las decisiones del gobierno en turno en momentos de emergencia o de crisis nacional. Y, por sobre todas las cosas, saber reconocer cuáles son los enemigos del gobierno en turno y cuáles son los enemigos del Estado, con mayúscula, de la Nación.
Tal vez es el Reino Unido quien mejor puso en práctica el concepto de la oposición leal, al institucionalizar el papel de la oposición parlamentaria al grado de que ésta conformara lo que allá se conoce como el “gabinete en la sombra”, o Shadow Cabinet, integrado por miembros destacados del principal partido contrario al gobierno para dedicarse a opinar, criticar y proponer acerca de las áreas de su respectiva especialidad: el ministro de finanzas en la sombra propondrá alternativas de política financiera mientras que su colega en Desarrollo Social hará lo propio en esa materia.
Es una forma, explica muy bien Heather K. Gerken en un ensayo en el Yale Law Journal, de integrar a la oposición, de protegerla de acusaciones de traición a la patria a la vez que se le confieren derechos y obligaciones políticas e institucionales. Y así es como el rol de la oposición se va definiendo, ampliando, acotando, para que se vuelva lo que debe ser: una parte fundamental, instrumental, de la democracia, de la vida de partidos, de la representatividad y también de la responsabilidad de las minorías.
Tal vez la mejor definición de lo que suele ser la oposición nos la obsequió Ambrose Bierce en su genial Diccionario del Diablo, donde señala que es el partido que impide al gobierno enloquecer, maniatándolo. Su humor negro es imperdible, tristemente hay muchos políticos que tal vez leyeron esa definición sin caer en cuenta de que se trata de un texto sarcástico. Y eso me lleva, apreciados lectores, al punto de mi texto: la oposición debe ser fuente de ideas, de alternativas, de propuestas que por un lado la conviertan en una opción electoral viable pero que también ayuden al gobierno a ser mejor y por consecuencia al país a ser mejor.
En estos tiempos de avasallantes índices de aprobación del presidente y el gobierno en turno, vale la pena preguntarnos si los partidos o agrupaciones de oposición realmente están cumpliendo con su cometido, o si sólo le están facilitando la vida al inquilino de Palacio Nacional.
Analista político. @gabrielguerrac