Hace treinta años México llegaba a un proceso electoral inédito en la era del partido casi único y predominante.
A Miguel de la Madrid le tocó lidiar con las consecuencias del fin del periodo del desarrollo estabilizador de los 50 y 60; el auge y la debacle petrolera de los 80 que condujeron al país literalmente a la quiebra; la inestabilidad de los mercados financieros internacionales que llevó al colapso bursátil de 1987 y, por supuesto, el desastre natural primero y burocrático/administrativo después de los sismos de septiembre de 1985.
Al buscar a su sucesor, como entonces se estilaba, De la Madrid optó por Carlos Salinas de Gortari, de sólida formación académica y habilidad técnica, con una visión definida para modernizar economía, aparato productivo y al sector público. Lo que no tenía era la aceptación de las fuerzas políticas que tradicionalmente sostenían al PRI frente a viento y marea: los sindicatos, la burocracia y los sectores rurales del partido no vieron con buenos ojos su postulación.
La candidatura de Salinas aceleró un proceso de escisión hacia dentro del PRI que ya se venía gestando y que De la Madrid no pudo o no quiso evitar: el de la llamada Corriente Democrática, encabezada por Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo e integrada por notables figuras lo mismo de la izquierda que del priismo tradicional. A diferencia de otras rebeliones internas del “régimen revolucionario”, ésta tenía una convocatoria que iba mucho más allá de la de una sola figura y fue una auténtica y brusca ruptura ideológica para un sistema acostumbrado a los ajustes y acomodos paulatinos.
Las campañas transcurrieron entre las divisiones priistas que minaban la candidatura de Salinas; el amalgamado político-partidista del Frente Democrático Nacional, con Cuauhtémoc Cárdenas a la cabeza; y una figura disruptiva hacia adentro del PAN, Manuel Clouthier, de los llamados bárbaros del norte que desplazaron al panismo más tradicional del altiplano.
El peso del aparato gubernamental se volcó a favor de su candidato durante las campañas y en especial el día de las votaciones y los subsecuentes. Si bien no existe manera de corroborar cada una de las denuncias, la elección presidencial de 1988 fue una de las más discutidas y cuestionadas tanto en su legalidad como en su legitimidad.
Un episodio quedó en la memoria colectiva, el de la “caída del sistema”. Durante el conteo de votos, en el cual lógicamente llegaban primero los resultados de las casillas urbanas (que tendían a favorecer a Cárdenas) y mucho después las rurales (en ese entonces abrumadoramente priistas), el proceso se interrumpió. Hay muchas versiones al respecto, pero las opiniones más centradas coinciden en que por un lado se buscó frenar la creciente impresión de un triunfo cardenista, mientras que por el otro se buscaban “ajustes” que permitieran al candidato del PRI superar la barrera sicológica del 50% de los votos emitidos.
Ese capítulo marcó a toda una generación de mexicanos, quedó sellado en la psique colectiva y ayuda a entender las muchas acusaciones (muchas de ellas ciertas) de fraudes y manipulaciones electorales posteriores.
Manuel Bartlett era entonces secretario de Gobernación. Servía a su jefe, el Presidente. Centrar el debate y las culpas en una sola persona es conveniente pero inexacto y con frecuencia injusto. Al pretender culpar a uno solo se absuelve a todos los demás que puedan haber participado en aquello que sin lugar a dudas fue una operación de Estado, no de un individuo.
Me parece saludable que visitemos las páginas más obscuras de nuestra historia, no con ánimo inquisidor sino como una vía para la reconciliación que tanta falta le hace a este país. Para hacerlo bien, conviene dejar a un lado las etiquetas, los dedos flamígeros, las descalificaciones personales. La historia es de lo que estamos hechos como nación, como sociedad. No es un anecdotario ni mucho menos una crónica de sociales.
Analista político y comunicador.
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