Hay quienes entienden la bancarrota, queridos lectores, como la quiebra de un negocio, la incapacidad para afrontar sus gastos y/o sus deudas. Es esa la primera definición que se encuentra al buscar en el Diccionario de la Real Academia. Pero no es la única: la bancarrota también puede referirse a un sistema o doctrina (la RAE dixit) o, más ampliamente, a la perdida de valores o de brújula ética de un gobierno, de un Estado, de una sociedad.

Bancarrota moral es aquella que vive una nación que se olvida de sus principios y sus objetivos, de sus creencias laicas y también de las religiosas. Una sociedad que vive más atenta a las palabras que a las acciones de las personas no es muy solvente que digamos, no tiene en su columna de haberes más de lo que se adeuda a sí misma.

Antier y ayer Andrés Manuel López Obrador declaró que nuestro país se encuentra en bancarrota. Ante el revuelo generado por tal afirmación, y no obstante intentos de algunos de sus principales partidarios por matizar lo dicho, reiteró su palabra y añadió que México se encuentra en una crisis producto de treinta años de políticas neoliberales.

No intentaré justificar sus expresiones. Si bien soy de los que piensan que atravesamos por un momento crítico en la parte moral, de valores y rumbo nacional, no creo que los adjetivos sonoros sean la vía para mejorar las cosas. Y no lo voy a justificar porque a mi juicio López Obrador no cometió un dislate, sino que enfatizó algo que viene diciendo desde hace más de doce años: el modelo económico que ha seguido México en las ultimas tres décadas ha sido, a su juicio, un rotundo fracaso.

Se vale analizarlo y debatirlo. Hay muchas cifras que permiten una aproximación para calificar no solo el estado actual de las finanzas públicas (a lo que en estricto sentido se reduciría la supuesta bancarrota), sino el más amplio de la economía nacional y el aun más general del desarrollo social y humano de nuestro país.

Una de las maravillas (o aberraciones) de las estadísticas es que se pueden utilizar para ilustrar prácticamente cualquier argumento. Si el crecimiento económico (o de la deuda publica, empleo, inversión) es de X o Y por ciento es solo relevante si lo comparamos con algo. Un salto del PIB después de una caída abrupta pierde relevancia estadística, de la misma manera que un descenso en la inversión extranjera después de un año atípicamente alto resulta engañoso. Y a México se le puede mirar con lentes rosas o pintados de negro solido.

A partir de 1995 nuestro país ha tenido niveles cada vez más bajos de crecimiento económico, pero ha logrado tasas envidiables de inflación. En los últimos cinco años los niveles de endeudamiento público se han disparado, pero el comportamiento de sector manufacturero ha sido muy positivo. El empleo formal ha aumentado, pero los salarios reales no.

Estoy deliberadamente comparando peras con manzanas, apreciados lectores, para ilustrar los riesgos de calificar con una sola palabra o con la obligada simplificación de un adjetivo.

Un criterio más objetivo sería el del Índice de Desarrollo Humano de la ONU, en el que México ocupa el lugar 74 en un listado de 189 países. Si consideramos que la economía mexicana es una de las 15 más grandes del mundo es evidente que nuestro modelo de desarrollo es ineficiente y desigual.

¿Equivale eso a una bancarrota moral? Yo no lo creo, pero indudablemente estamos en números rojos en muchísimos aspectos que nos deben alarmar.

El problema del debate como se está dando hasta ahora es que es reduccionista: no deja espacio a la reflexión acerca de lo mucho que falta para saldar nuestras deudas con esa mitad de la patria históricamente excluida y marginada del desarrollo y del crecimiento, ni de como salvar el abismo que nos separa de vivir en un país con justicia y legalidad para todos.

Así que tal vez en lugar de discutir tanto nos deberíamos poner a pagar lo pendiente, aunque sea en abonos.

Analista político y comunicador

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