Escribo estas líneas el 20 de noviembre, queridos lectores, aniversario 108 del inicio de la primera gran revolución social del siglo pasado, que se convirtió en parte de la iconografía política mexicana y de paso en parte importante del calendario y también, anecdóticamente, del santoral. No sé si sea solo leyenda, pero se cuenta de niños cuyos padres los llamaron AnivdelaRev por así estar marcado el día en los calendarios.
Si bien el épico desfile socio-deportivo que caracterizaba a la fecha ya es cosa del pasado, seguimos conmemorándola como si fuera aun parte de la agenda de los gobiernos en turno celebrar un acontecimiento lejano que marcó el inicio de la ultima gran guerra de caciques y caudillos, una que se prolongó en diversas formas hasta 1929 cuando Plutarco Elías Calles los unificó (o sometió) bajo el paraguas institucional del que sería después el gran partido de la paradoja retorica: el Revolucionario Institucional.
Ni siquiera los revolucionarios rusos se siguieron llamando tal cosa una vez que tomaron el poder. No, hicieron de su revolución dogma e ideología comunistas, pero dejaron de llamarse revolucionarios. Habían tomado el mando, el control, la revolución era ya solo referencia histórica y celebratoria, las transformaciones fueron cediendo el paso a un régimen que se decía de izquierda pero era en el fondo profundamente conservador. Eso fue allá, porque aquí en México los “revolucionarios” seguían proclamando consignas como Sufragio Efectivo, Democracia y Justicia Social, Tierra y Libertad, en un acto confesional, un reconocimiento inconsciente tal vez de que esos objetivos habían quedado inalcanzados.
Todo eso me vino a la mente al reflexionar acerca de las numerosas asignaturas pendientes de la Revolución Mexicana (así, con mayúsculas y no abreviada) ahora que se avecina el fin de su época, que fue, por llamarla generosamente, la de la tercera transformación de nuestro país. Eso de las tareas inacabadas no es nada nuevo: la Independencia tardó 11 años en consumarse y casi un siglo en consolidarse, el federalismo y la plena separación Estado-Iglesia casi otro tanto. No pretendo hacer de este texto un examen de historia, pero vale recordar que todavía en los años 1926-1929 se libró una cruenta guerra entre el gobierno federal y milicias cristeras. En cuanto al federalismo, todavía se discute si se aplica y si nos conviene o no.
Pero me desvío: el régimen de la Revolución murió aparentemente en el 2000 con la derrota del PRI, pero su formal sepultura podría darse apenas el 1 de diciembre de este año. Con él se irá también el régimen de partidos que conocíamos desde hace décadas: tanto el PAN como el PRD están profundamente divididos y/o debilitados; varios de los partidos satélite ya moribundos; el Verde sobreviviendo gracias a su predominancia en Chiapas; y Morena convertido en una suerte de nuevo partido hegemónico cuando consideramos su control del legislativo y de cada vez más gubernaturas.
Así pues, los tres grandes capítulos de la historia de México han concluido, lo cual no equivale a decir que hayan logrado plena o exitosamente sus objetivos. Merecen ser estudiados y desmenuzados para entender mejor qué fue lo que les ayudó y lo que les estorbó en el camino. La historia no debe ser doctrina ni dogma, sino receta destinada a no repetirse.
Habla el presidente electo de que el suyo será el gobierno de la cuarta transformación de México. Es por supuesto prematuro afirmar si así será o no, pero no se puede dudar de la intención transformadora de Andrés Manuel López Obrador. De su éxito total o parcial darán cuenta los libros de historia, esos mismos que hoy nos señalan lo incompleto de las tres primeras transformaciones, que nos colocaron en el preciso lugar en el que hoy nos encontramos, ganado a pulso para bien y para mal tras 208 años de procesos históricos inconclusos.
Evidentemente a los mexicanos no se nos ha dado eso de terminar la tarea.
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