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Estamos acostumbrados, queridos lectores, a que el mes de enero sea siempre uno de mesura, de cautela. Ya sea por los excesos de todo tipo incurridos durante las fiestas, ya por aquella mala costumbre que tenían los gobiernos de ensartarnos aumentos de impuestos o a los precios de bienes y servicios o incrementos de tarifas.
Pero este arranque de año fue muy diferente. Desde finales de diciembre se empezó a hablar de medidas en contra del robo de combustible, también y mejor conocido como “huachicoleo”. Nada nuevo en apariencia al menos: con frecuencia escuchábamos de operativos para combatirlo, generalmente con la participación activa de las Fuerzas Armadas. Por lo común se trataba de acciones contra grupos numerosos de pobladores de alguna comunidad que “pinchaban” ductos y robaban el combustible con tinas y bidones, robo artesanal, si se me permite la expresión.
Esa impresión era a todas luces falsa. El robo de combustible es una de las principales vertientes del crimen organizado en nuestro país, vinculado a redes del narcotráfico y de su primo hermano, el lavado de dinero. Diversos estimados nos hablan de un negocio ilícito de cerca de 3 mil millones de dólares al año, 60 mil millones de pesos. 164 millones de pesos diarios robados prácticamente de las arcas públicas, ya que se trata en su gran mayoría de un bien de la nación.
Prácticamente nadie discute la necesidad de actuar contra este fenómeno delictivo, pero las consecuencias inmediatas del operativo gubernamental han sido tales que han obligado a un debate acerca de la manera en que se encaró.
De acuerdo a las encuestas, una muy significativa mayoría de la población aprueba las medidas y se muestra dispuesta a aceptar temporalmente los inconvenientes que se le presentan. Contrasta lo anterior con la cobertura noticiosa y con el reflejo, que suele ser engañoso, de las redes sociales. Los primeros se han enfocado mayoritariamente en reseñar malestares e incomodidades de la población, especialmente de los automovilistas, mientras que en redes leemos lo mismo desahogos de los afectados y el ruido de las legiones de cuentas automatizadas que se lanzan, cual marabunta cibernética, a aplaudir o fulminar el actuar gubernamental.
Más allá del ruido mediático creo que el asunto amerita una reflexión seria:
-Es deber del Estado mexicano enfrentar decidida y oportunamente a las muchas expresiones del crimen organizado.
-Es importante prepararse para la confrontación, pero nunca habrá un momento ideal. Mientras más se espere más fuerte será el enemigo.
-La operación es fundamental, pero la comunicación también lo es. Al dejar vacíos de información se multiplican los rumores y la propaganda negativa.
-La sociedad mexicana acepta medidas difíciles o impopulares cuando se le explican adecuadamente, cuando se le trata como mayor de edad. El paternalismo informativo la ofende y la vuelve ajena.
-Los niveles de corrupción e impunidad a que estamos tristemente acostumbrados hace también necesario que de la mano de estas acciones se vean consecuencias para los presuntos responsables. Nadie avala una cacería de brujas, pero tampoco más simulación en la procuración de justicia.
-Es obligación del gobierno conversar con y convencer a las distintas fuerzas políticas y sociales para sumarse a estas causas. No se deben politizar ni partidizar, pero para que así sea el gobierno debe dar el ejemplo.
-La crítica es esencial a la democracia y especialmente a la generación de grandes acuerdos nacionales. Cerrarse a ella, demostar a los escépticos o a quienes señalan errores no sólo es intolerante, sino que promueve la división y polarización social. Esto último es lo que más conviene a los delincuentes organizados.
Falta seguramente mucho para que veamos resultados concretos y tangibles de lo que es una de las decisiones que marcarán a este sexenio.
De cómo trate el nuevo gobierno a sus ciudadanos y a la sociedad, dependerá en buena medida el que pueda exitosamente librar no sólo esta, sino muchas otras batallas.
Analista político y comunicador.
@ gabrielguerrac