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Las palabras. Sí, queridos lectores, esas que usamos todos los días para comunicarnos, esas que encierran significados, insinuaciones, tonos, emociones, ideas, conceptos. Esas sin las que la sociedad y las personas no podrían encontrarse ni encontrar a los demás, que usamos ya automáticamente, sin darnos cuenta, tan necesarias como el aire que respiramos.
Las palabras nos permiten expresarnos hacia fuera pero también son indispensables para la introspección. Uno puede sentir muchas cosas, pero necesita una herramienta para articularlas, para contenerlas o amplificarlas. Y ese algo son precisamente las palabras.
Fueron mi primer amor. La manera en que fluían, sus acentos, sus matices. Con ellas mi madre me platicaba y leía historias, con ellas dialogaba yo con mi padre. Y es a través de ellas que he transitado por la vida, leyendo, escribiendo modestos textos como este, aprendiendo idiomas y descubriendo en esas nuevas y al principio extrañas palabras nuevas variantes de expresión, de significado y también, de alguna manera, de la personalidad propia de distintos pueblos, distintas culturas.
Escribe Marguerite Yourcenar, en sus Memorias de Adriano —en voz del célebre emperador de la novela— que sus “primeras patrias fueron los libros”, mucho más que sus lugares de nacimiento, de crecimiento o de madurez. Y es así, todas esas letras que se combinan para darle sentido a lo que nos rodea son lo que nos hace lo que somos.
Es por todo ello que hoy quiero salir en su defensa. Es hora de que dejemos de abusar de ellas, de torcer sus significados, de utilizarlas sólo para avanzar una causa. La propaganda, el activismo y la militancia se sirven de las palabras, pero no a la inversa. En nada aporta al idioma quien las desvirtúa, quien las corrompe, solamente para lograr un objetivo de proselitismo.
Ha comenzado en México formalmente la temporada electoral, los términos de “precandidatos” y “precampañas” ilustran mi punto a la perfección: no son pre, no hay verdaderas contiendas internas en los partidos. Todos sabemos quienes serán los abanderados de los tres bloques partidistas principales, y adivinamos o esperamos quienes serán los independientes en la boleta. Pero jugar a que estamos en temporada de precampañas sólo da pie a que se burle la ley.
No me asustan ni la retórica ni la demagogia. Son parte del discurso político y especialmente populares en épocas de campañas, y así como respetamos la libertad de expresión debemos respetar la libertad de exageración. Sin embargo, creo que todos nos beneficiaríamos de tener un debate público de altura, que evite las descalificaciones personales o “ad hominem”, que se aleje de la hipérbole y la retórica incendiaria, que deje de tratar de asustar con el proverbial petate del muerto.
Yo no sé ustedes, pero yo ya estoy harto de las campañas, desde antes de que comiencen formalmente. La saturación de spots en radio y TV se agrava con la sarta de simplismos y lugares comunes que nos recetan partidos y candidatos, además de los “institucionales” del gobiernos federal y estatales, así como de la autoridad electoral. Pero si a esa baja calidad sumamos las mentiras más obvias y descaradas, entonces caemos demasiado bajo.
No, yo no me compro esa de que AMLO quiera convertir a México en Venezuela (¿quién en su sano juicio lo querría?) de la misma manera que ofende a mi inteligencia la cantaleta de la “guerra” de EPN/FCH o la historia de la “ley golpista”. Bastante serios y graves los asuntos que enfrenta el país sin necesidad de exagerarlos hasta el absurdo, con tal de ganar votos, likes o retuits.
Respetemos —respeten— a las palabras y sus significados, señores y señoras candidatos, que sin ellas sólo queda el recurso de la fuerza bruta. Y esa sí es muy bruta.