Si alguna duda quedaba acerca de la obsesión y la animadversión de Donald Trump por México, los mexicanos y todo aquello que remotamente los ataña, habrá quedado disipada. Tras el anuncio de que su gobierno procederá a dar por terminado el DACA, ese programa que permitió a centenares de miles de personas permanecer legalmente en EU, pese a haber ingresado sin papeles siendo menores de edad.

DACA fue una iniciativa del gobierno de Obama que rescataba a toda una generación de inmigrantes asimilados, con alta escolaridad promedio, que sólo habían violado la ley involuntariamente al ser llevados a EU por sus padres, sin tomar en cuenta sus deseos u opinión, pero que ya son (o eran, o se sentían) estadounidenses de facto.

El balance neto, económico y fiscal, era ampliamente favorable para EU: 800 mil jóvenes educados y/o capacitados, en edad productiva, dominio del idioma, pagando impuestos y viviendo en la formalidad, con mínimas demandas al sistema de salud o educación. Una ganga para un país cuya pirámide poblacional ya se invierte.

Finalmente, promovía la idea de que EU es una nación fiel a los valores de sus padres fundadores, que premia el esfuerzo y el trabajo duro, que no castiga injustamente, que sabe reconocer a los nuevos herederos del sueño americano. Eso no era poca cosa en un momento en el que muchos dudan seriamente de que el gobierno de Trump comparta y fomente esos valores y se preguntan en qué clase de país se está convirtiendo el que alguna vez presumió de ser faro de luz de las democracias liberales.

Del sentido de compasión, de solidaridad, de justicia elemental ya mejor ni hablemos. Si a Trump no le importaron factores duros, contantes y sonantes, si ignoró las peticiones de numerosos empresarios, si hizo caso omiso del consejo público y privado incluso de partidarios, no tendrían por qué caber en él ni la razón ni la emoción. El presidente estadounidense va hoy por su base, por su voto duro, que es aparentemente lo único que le queda. Y de paso alimenta y nutre sus fobias y obsesiones.

El costo económico, social y de reputación es incalculable y tendrá para EU consecuencias mayores. A menos que el Congreso logre encontrar una salida viable y digna para los Dreamers, millones de afectados directos e indirectos por la rescisión de DACA no guardaran más que decepción y resentimiento frente al que alguna vez consideraron “su” país. Sus amigos, familiares y comunidades (además de la opinión pública) se verán obviamente contagiados por esos sentimientos. Y ahí podría terminar de morir el sueño de que México y EU pueden ser algo más que vecinos distantes, suspicaces, cargados de agravios y resentimientos mutuos.

Triste e incierto es el destino que espera a soñadores y al sueño de la relación bilateral. Por lo pronto, a México podía esperarle un choque mayúsculo en caso de concretarse su deportación, pero también una oportunidad única e irrepetible: el arribo de centenares de miles de jóvenes acostumbrados a vivir sin corrupción, con competencia y transparencia, con medios profesionales y combativos, con una sociedad activa y activista.

Ahí podríamos encontrar, sin haberla deseado ni buscado, una inyección que termine de despertar a nuestro país. Ojalá que la posibilidad de ese nuevo sueño no se convierta en pesadilla por no saberlos recibir y aprovechar.

Posdata: No podía ser mejor el regalo que le hizo Ricardo Anaya al gobierno, al declararle la guerra a sus enemigos de dentro y fuera del partido y provocar así una desgarradora ruptura interna. Generoso como es, el régimen le respondió con un obsequio igualmente vistoso y llamativo: el Ferrari rojo del procurador. Cada quien sus regalos y sus agradecimientos.

(Me critican algunos por analizar lo de fuera y no referirme a los asuntos “mexicanos”. A partir de ahora buscaré incorporar en esta brevísima sección comentarios acerca de lo que aquí sucede, no sea que les haga daño tener que buscarlo en otro lado. Muchas gracias).

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