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Vivo en un país en el que la magia sí existe. No me refiero al realismo mágico de la literatura, ni al surrealismo que rodea tantas de nuestras actividades y hábitos cotidianos. El misticismo y el sincretismo son otra cosa, las supersticiones también. No, la magia mexicana se encuentra en los espejos.
Esos espejos que permiten a todos, como en las fábulas, verse limpios, bien vestidos, elegantes, aunque —como el emperador— no tengan ropa, aunque sus narices sean más largas que la de Pinocho, que sus rostros manchados de hollín, les permiten ver a los demás sin tener que observar su propia imagen, ni aceptar sus propias faltas.
En este lugar mágico los políticos se acusan los unos a los otros con absoluta desfachatez, como si enlodar al otro fuera limpiarse a sí mismos. Que divulgan fotografías, grabaciones y documentos como si no tuvieran sus propios esqueletos en el armario, como si no fueran igual de frágiles y vulnerables al escrutinio público.
Y también muchos acusados se envuelven en el manto de las víctimas inocentes, gritan complot o “campaña mediática”, se indignan porque se les cuestione, exigen en los otros lo que se niegan a admitir para sí: congruencia, transparencia.
Lo cierto es que más allá de los espejos, vivimos en un país en el que la corrupción campea impunemente, valga la redundancia. No es un fenómeno cultural, pero sí social. Es producto, sin duda, de nuestra historia, pero también de nuestras acciones y omisiones cotidianas. Y no es un asunto menor o anecdótico: nos cuesta colectivamente mucho dinero, pero eso casi casi es lo de menos.
La corrupción atrofia nuestro sentido ético, descompone a nuestro sistema educativo, obstruye el crecimiento económico, lastima la seguridad familiar e individual, mata. Sí, mata todos los días.
Mata en el edificio deliberadamente mal construido, mal revisado, mal certificado. Mata en el socavón en que confluyen culpas públicas y privadas; en la escuela sobre la cual se construye un departamento; en el puente interior de una universidad que se cae.
Mata en el camión de doble remolque que no pasaría una mínima revisión mecánica, en el chofer que no lo reporta, en el propietario que no lo repara, en la autoridad que lo deja circular. En las alarmas sísmicas que no funcionaron porque alguien no las compró, o se las llevó a su casa. En el conductor alcoholizado que da una propina al valet parking o que busca arrollar al oficial en el alcoholimetro, en el abogado que les vende los amparos afuera del Torito. Mata a los albañiles que no cuentan con equipo de seguridad para su trabajo, pero también, lentamente, a sus familiares que no podrán recibir el seguro de vida que les debería corresponder.
Mata al policía, al soldado, al marino que se enfrenta al crimen organizado, a quienes se resisten a pagar una extorsión, mata asimismo al paciente que fallece por culpa de un médico mal preparado que compró sus exámenes, o del director del hospital que adquirió medicamentos de calidad inferior o caducos. Muere el rescatista con equipo deficiente, el bombero que busca apagar un incendio provocado o producto de la negligencia de constructores o propietarios.
Y mata a una sociedad que no sabe ya en quien confiar, que sólo ve cómo sus supuestos líderes políticos, empresariales, sociales, sindicales se avientan las culpas como papas calientes, sin asumir su parte.
Hace años, cuando un candidato a la Presidencia escogió el slogan de “La solución somos todos”, el ingenio popular le respondió con “La corrupción somos todos”. Parecía ocurrencia, pero fue descripción o premonición.
La prestigiada Transparencia Mexicana dio a conocer un estudio según el cual 51% de los mexicanos ha pagado un soborno en el último año. Todos tienen seguramente un pretexto. Pero en el fondo todos son cómplices, testigos silenciosos, parte del problema. Lo malo es que se ven en su espejito mágico y tranquilamente culpan a alguien más.
Analista político y comunicador.
@ gabrielguerrac