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No me gusta lo que estoy viendo en mi país, queridos lectores.
No me gusta ese tono de desprecio y confrontación que se escucha y lee todos los días en la arena política, de parte de todos los actores.
No me gusta ver a un gobierno que ganó la presidencia con el más amplio margen de las últimas tres décadas y que tiene por lo tanto un incuestionable mandato democrático, abriendo nuevos frentes de batalla política todos los días.
No me gusta que la oposición esté más ocupada en tratar de ocultar sus propias contradicciones a punta de diatribas, cuando debería preocuparse por recordar cómo fue que terminó barrida en las urnas hace apenas ocho meses.
No me gusta la manera en que personas de cuya inteligencia no dudo, se enfrascan en debates estériles con los ejércitos de bots y trolecillos que pululan por las redes sociales, y mucho menos el acoso cibernético al que muchas de nuestras mentes más claridosas se ven sometidas.
Pero tampoco disfruto ver a muchos más de esos talentos cayendo por la pendiente de la simplificación, de la generalización, de la hipérbole desmedida. Me pregunto si en verdad la crítica tiene que ir acompañada de la ofensa, del agravio o de la exageración que insulta.
Lamento que algunas de las políticas que comienza a implementar el nuevo gobierno (la enorme mayoría de las cuales fue anunciada en campaña) se expliquen de manera tan deficiente, cuando muchas responden a reclamos populares de décadas.
Pero me preocupa igualmente el desdén que utilizan promotores y detractores del nuevo gobierno cuando le tratan de explicar a los ciudadanos los méritos o defectos de tal o cual planteamiento, como si no tuviéramos memoria.
Y si de memoria hablamos, me indigna la amnesia selectiva de tantos que hoy nos inundan con su discurso. Los mismos que defendían lo que hoy cuestionan y viceversa, los mismos que se creen sus propias contradicciones, su doble moral, su desfachatez.
Son políticos (o empresarios, o activistas) me dirán ustedes, pero no son solo ellos. ¿Cuántos no enseñan/enseñamos el cobre a la primera oportunidad? Desde el que en una tarde de tragos desahoga su racismo y sus propias frustraciones arremetiendo contra Yalitzia Aparicio, hasta quien cree que exaltarla limpia sus propias culpas, porque le reconoce en voz alta a la hoy famosa, lo que le escatima en privado a sus empleadas domésticas.
Me entristece casi tanto como me enfurece la normalización de la discriminación racial y la social y económica que observamos todos los días: el restorán que le niega el servicio a nanas o choferes, el condominio de dizque lujo que multa a quien ose permitir a sus empleados usar la alberca son los más notorios, pero hay mucho de racismo en el lenguaje cotidiano, en el “naco”, el “indio”, el “chairo”, pero también en el “fifí”.
Veo todo eso y me decepciono, queridos lectores, pero después volteo la mirada y me topo con todo eso que nos hace un país rescatable, con esperanzas: a los millones que se olvidan de grillas y retóricas cuando se van a trabajar todos los días. A los maestros y alumnos que se sobreponen a las enormes carencias en sus planteles educativos. A los activistas de innumerables causas y proyectos nobles. A quienes le apuestan a que las cosas cambien aunque les cueste en lo individual. A los que todavía creen en y practican la política de ideales y principios.
En este México de contrastes y contradicciones, de abismos profundos, de desigualdad e impunidad, existe todo lo otro. Y eso es lo que hace que valga la pena intentar mejorar, transformar. Sin romanticismos ni fatalismos, lo que necesitamos es más perspectiva, más autocrítica, mayor tolerancia.
Le parecerá excesivamente negativo o pesimista este texto solo a quienes no lo vean como lo que en realidad es: un llamado a recuperar la esencia de lo que somos y lo que podemos ser.
Analista político. @gabrielguerrac