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Mi querido amigo Gastón Melo me convocó a un ejercicio de reflexión acerca de lo que significa ser mexicano, de cómo se nos observa desde fuera pero, sobre todo, de cómo nos percibimos nosotros. Y de la narrativa que hemos construido, que hemos permitido que se construya.
El tema ya de sí importante lo es más en este vendaval de insultos, ofensas e insinuaciones del hoy presidente de EU, la incertidumbre por él provocada en torno al TLCAN y a la existencia misma de la región norteamericana de la que México forma parte hace casi un cuarto de siglo.
Dice Leonardo Curzio con razón que las historias del mexicano son las del pasado, las de la nostalgia, de la tristeza. Yo añado que son también las de las derrotas gloriosas que no por ello dejan de ser derrotas, las de la glorificación del martirio, las del homenaje a quienes no somos capaces de honrar en la vida cotidiana.
La nuestra es siempre, de alguna manera, la crónica del desastre, de lo que pudo ser y no fue. Los relatos de los agravios sufridos en silencio, de la propia victimización, de la sobredramatización de lo negativo y el menosprecio de los logros y las victorias propias o ajenas.
En asuntos tan graves y dramáticos como los recientes desastres naturales o tan superficiales como el desempeño de la selección nacional de fútbol; tan trascendentes como el financiamiento de nuestro sistema electoral y de partidos, tan delicados como la realidad de la pobreza o la marginación de las comunidades indígenas, no podemos resistir la tentación de regresar a nuestros caminos telenovelescos. Sin melodrama, sin exageración, no hay realidad que valga.
Los recientes desastres, muy particularmente el 19 de septiembre, marcaron al país, a la sociedad. En medio de las muchas historias personales e individuales, de las demasiadas vidas perdidas, vimos a un país mucho mejor preparado de lo que cabía imaginar. Servicios de rescate y emergencia que se activaron de inmediato, una cultura cívica tanto de prevención como de respuesta asombrosas, una infraestructura básica resistente.
No minimizo ni por un instante la dimensión de lo sucedido, pero sí conviene diferenciar, dar contexto: Aquellas regiones del país que ya estaban afectadas terriblemente por la pobreza y la marginación, eran damnificadas históricas o crónicas, requieren atención mucho más allá de la emergencia. Sus condiciones de vida, de aislamiento, son inaceptables en un país que pretende ser desarrollado. Muy diferentes las zonas más urbanas o mejor conectadas, en las que resulta casi impensable cualquier paralelismo con el 85. Y aun así, muchos lo aventuran.
Vamos a lo trivial, al balompié (aunque hay quienes sostienen que tanto el futbol como la lucha libre son esenciales para entender a este país): sin conocer aun el resultado del último encuentro del conjunto mexicano, este será el tránsito más terso y sencillo en una eliminatoria mundialista en muchos años. Pero las críticas al equipo y al director técnico no cesan, son comparables o peores que las que recibían quienes llevaron al equipo al borde del abismo de la eliminación rumbo al Mundial hace cuatro, ocho, doce años.
El proceso político mexicano no va como su futbol, pero los niveles de agresión, de ofensa y descalificación personal son dignos de los tiempos de la invasión francesa. Y ¡ay! de quien se atreva a buscar equilibrio o contexto: lo menos que merecerá es ser llamado un peligro, un traidor a la patria, un vendido. Y no, queridos lectores, ni Andrés Manuel es un peligro para México ni Margarita es un absceso ni el PRI ha vendido al país. Y Marichuy es una mujer indígena, no una herramienta del sistema para perpetuarse. ¿Es tan difícil entender que al denigrar a los políticos denigramos a la política?
Mientras no entendamos que solo respetándonos podremos exigir respeto, que los demás dirán lo mismo sobre nosotros que nos escuchen decir, que es mejor denunciar con la verdad que con la hipérbole, seguiremos viviendo en esta telenovela que preferimos a la realidad. Ya bastante dolorosa es, no necesitamos aumentarle.
Analista político y comunicador