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Para unos como una exhalación, para otros como una eternidad, el año transcurrido desde que Andrés Manuel López Obrador ganó las elecciones presidenciales de 2018 ha sido uno de los más intensos de los que yo tenga memoria.
Ha sido un año de sobresaltos, acontecimientos inesperados, de contradicciones, paradojas y principalmente de confirmación de esperanzas o temores. Quienes se imaginaban que la civilidad mostrada por el ganador y sus rivales el día de la elección y durante la transición sería el sello del nuevo gobierno se equivocaron: López Obrador planteó desde la campaña un rompimiento con el viejo régimen, o con el viejo estilo de hacer las cosas, y difícilmente alguien se puede decir sorprendido.
Antier el presidente encabezó una ceremonia unipersonal en que rindió un informe de labores ante la plaza, repleta por cierto, aunque segmentada. Si bien rompió con el boato tradicional de los informes presidenciales de antaño o con la exclusividad palaciega de los de sus más recientes antecesores, el Zócalo tuvo una especie de zona VIP para aquellos invitados que, en la fiesta de la igualdad, eran un poco más iguales.
La escenografía cuidada hasta el ultimo detalle, con una demostración de capacidad de movilización de masas que debe impresionar a cualquiera. Acarreados, movilizados, organizados, como usted prefiera llamarles, los contingentes de simpatizantes, trabajadores del gobierno o miembros de sindicatos u organizaciones diversas, la plaza asemejaba lo que fueron muchos de los mítines durante su campaña y después, ya en el gobierno. López Obrador es un hombre que convoca multitudes a donde va desde hace muchos años, y ahora que no tiene que enfrentar los obstáculos y chicanas impuestas desde gobiernos que le eran adversos puede regodearse plenamente en esa, su enorme capacidad de congregación.
Como todo informe presidencial que me haya tocado escuchar, en este predominaron el recuento de logros, el palomeo de compromisos cumplidos, los retos y puyas a los opositores y críticos, una reafirmación de la profundidad transformadora de sus acciones de gobierno, con el interesante planteamiento de que serán irreversibles, aun si la oposición regresara al poder algún día.
También, de manera inusual y desacostumbrada, un muy, pero muy breve reconocimiento de fallas o carencias, en lo que a seguridad se refiere, con alusiones de pasada al atorón económico y el desabasto de medicinas. Apenas unos segundos, pero ya con eso más de lo que se acostumbra.
La transformación prometida por López Obrador está en curso, eso es innegable. Prematuro y aventurado decir si le dará para que sea, como él se lo propone, una Transformación con mayúsculas, digna de ser considerada la Cuarta, pero indudablemente será una sacudida, un revulsivo para un país que vivía ya empantanado por la corrupción, la impunidad, la connivencia, las complicidades.
De fondo también el cambio en lo que a los sectores más pobres y vulnerables de la población, los olvidados por generaciones, que súbitamente se encuentran en el centro del discurso y de la atención presidenciales. Las transferencias directas, con todo lo que implican en lo político, lo social y posiblemente en lo económico, podrían ser las grandes revolucionadoras de una estancada y atorada economía.
Hubo momentos de inclusión, de convocatoria a la unidad en el discurso presidencial, pero fueron pocos y aislados considerando el entorno de polarización que hoy se vive en México. Él no es el único que lo ha causado, ciertamente, pero sí es quien más podría hacer para distenderlo, para buscar una ruta que dependa menos de la hostilidad verbal y más de la colaboración pragmática.
Es prematuro juzgar a un gobierno que lleva apenas siete meses en su ejercicio, como es también prematuro dar un informe a siete meses de ejercicio. Pero mal haríamos en no poner atención a las palabras, a los símbolos, a los mensajes de este nuevo y personalísimo estilo de gobernar.
Analista político. @gabrielguerrac