El sueño duró mucho, demasiado tiempo (o muy poco, dependiendo de su perspectiva) queridos lectores. Esta idea de un México par de sus vecinos y socios, negociando en condiciones de igualdad, esa que permite levantarse de la mesa cuando se plantea algo que nos parece inaceptable.

Y digo que es un sueño porque lamentablemente nuestra veci ndad es desigual, así lo ha sido históricamente. En lo militar, en lo económico, en lo comercial, el hecho de compartir frontera con la nación más poderosa del mundo convierte todo intercambio, toda negociación, en una caminata sobre la cuerda floja.

No quiero de ninguna manera decir que la relación México-EU haya sido siempre mala o negativa. Nada más alejado de la realidad o de mi intención. Pero definitivamente cabe apuntar que no ha sido fácil ni mucho menos una relación, como se dice coloquialmente, pareja. Pero (y es que siempre hay un pero en estas cosas), no tengo memoria de una etapa tan frustrante y tan compleja en los tiempos modernos de la relación como la que hemos vivido desde que Donald Trump anunció su candidatura primero y ganó la presidencia después. Una y otra vez el estadounidense se ha servido de la imagen de México y los mexicanos para movilizar a su más básico e instintivo club de admiradores: esos que corean “Build the wall!”; esos que se compran la idea del mexicano migrante malévolo; que creen que sus mayores amenazas provienen del sur de su frontera y que solo pueden ser detenidas por la fuerza, a la mala.

A Trump le sirvió para ganar las elecciones primero y después para construir una narrativa que pretende explicar las frustraciones de la clase media baja estadounidense (su principal sustento electoral) a partir de ciertos espejismos fanta smagóricos o “bogeymen”, a saber el libre comercio, la migración, los “ilegales”, los que piensan diferente, los que se expresan fuera de la norma, los que no son esa imagen idílica (e imposible en el siglo 21) que alguna vez imaginó Norman Rockwell y que Trump lleva en su mente: la familia tradicional, el orgullo patrio, la grandeza que no se cuestiona jamás sus vías ni sus métodos, para la que solo existe la ambición y el triunfo, nunca la conciencia o la reflexión de la moral.

Para que esa visión utópica pueda funcionar, se necesitan necesariamente villanos en la narrativa. México le ha servido bien a Trump para ese rol, y da un poco igual si nos lo merecemos o no, si nos lo hemos ganado o si lo hemos permitido o no: el hecho es que al hoy presidente de EU le reditúa golpear a México, y que ya en su modalidad de candidato a la reelección, es decir en campaña electoral, Trump no tendrá miramiento alguno cuando de sumar votos y popularidad o distraer de sus problemas políticos y legales se trate.

Así las cosas, era imposible que no aprovechara la coyuntura del autentico estallido de la migración centroamericana para anotarse puntos y para meternos algunos goles. Lamentablemente, sucesivos gobiernos mexicanos habían permitido que la frontera sur fuera tan porosa y carente de controles que migrantes y traficantes de personas la usaban más como punto de referencia que otra cosa. La retórica y las acciones de bienvenida del gobierno entrante solamente alimentaron lo que ya era una muy bien aceitada maquinaria de movimiento humano, y si a eso sumamos el colapso económico e institucional de Guatemala, Honduras y El Salvador tenemos el resultado: niveles de migración irregular nunca vistos, con toda la carga emocional, humana y por supuesto política que eso conlleva.

No necesitó mucho Trump para apretarnos las tuercas porque, como dije al principio, la relación es profundamente desigual, asimétrica. Los negociadores mexicanos tuvieron que ceder y tuvieron las habilidades suficientes para evitar un desenlace, el arancelario, que hubiese sido desastroso para nuestra economía.

El asunto no se ha resuelto y hay muchos compromisos por cumplir. En estos momentos, convendría hacer memoria antes de hacer politiquería barata: cuando hubo que negociar el TLC original con sus desventajosos acuerdos paralelos, o el rescate financiero de 1995, o la no cancelación del TLC por parte de Trump y la posterior firma del TMEC, fue necesario ceder y hacer concesiones para asegurar las condiciones menos desfavorables posibles para nuestro país, dada la desventaja de origen.

En un mundo ideal, negociaríamos desde una posición de fuerza, o al menos de paridad. En el mundo de verdad, ese en que vivimos usted y yo, querido lector, hay que luchar por obtener el mejor acuerdo posible.

Esto no se ha acabado, así que tocará aguantar otros embates de nuestro adorable vecino.

Analista político. @gabrielguerrac

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