Pasan los días y las semanas y la situación política, económica, social y humanitaria en Venezuela continúa en acelerado deterioro. A la inflación galopante se sumó la escasez; a los deficientes servicios públicos la carencia de insumos básicos; al malestar social la mano dura del régimen; a la salida abrupta y desesperada de millones de venezolanos se añaden preocupación y afanes redentores de los vecinos; a la cerrazón del régimen de Maduro se suceden multitudinarias protestas y el intento de Juan Gaidó por erigirse como presidente temporal, en una dualidad surrealista del reconocimiento internacional y la aceptación de buena parte de la sociedad venezolana, pero sin el beneplácito de los poderes fácticos que determinan todavía quién manda y quién no en Caracas.

Es difícil imaginarse el futuro de Venezuela con Nicolás Maduro en la presidencia. Más allá de argumentos legales y constitucionales, está claro que ha perdido el control de las cosas en su país. Sin el apoyo del ejército y el financiamiento ruso y chino (que va acumulando facturas e intereses) Maduro no tendría sustento, porque las mismas bases populares que consolidaron en su momento a Hugo Chávez le han dado la espalda a su malhadado e inmerecido heredero.

Guaidó tampoco las tiene todas consigo, pues el paulatino reconocimiento de la comunidad internacional ha llegado con el harto incomodo acompañamiento de la “bendición” de la Casa Blanca, que se ha equivocado en la lectura simplista y maniquea del conflicto interno que han hecho John Bolton y Elliott Abrams, los dos halcones y guerreros fríos que aconsejan (es un decir) a Donald Trump y Mike Pompeo en esta desventura. En la tan dividida y confrontada Venezuela de hoy, el apoyo de Trump equivale a un cáliz envenenado, el proverbial beso del diablo que marcaría a quien pretenda gobernar sentado en tan incomoda silla prestada.

Quedan pocas salidas al conflicto. Ni la presurosa reacción del Grupo de Lima primero y Washington y sus demás aliados poco después, ni el ultimátum presentado por los países miembros de la Unión Europea dieron el resultado por ellos esperado. Maduro no renunció ni tampoco convocó a elecciones, como se le exigía. Guaidó está entrampado pues difícilmente puede ahora dar un paso atrás en su pretensión de ocupar, así sea temporalmente, la presidencia. Y la crisis constitucional solo se agrava con el pasar de los días.

No es exagerado hablar de los riesgos de un golpe de fuerza (ya sea de las fuerzas armadas hasta hoy leales a Maduro o de alguna intentona intervencionista extranjera), de una movilización social que se salga de control y se torne violenta o incluso de una guerra civil. Así de tensa, así de polarizada y dividida está hoy Venezuela.

Para quien quiera evitar esos riesgos solo queda la alternativa del diálogo, de la negociación, por difícil, si no es que imposible, que pueda parecer. En ese sentido, los gobiernos de México, Uruguay y las naciones del Caribe, aglutinadas en CARICOM, han hecho un planteamiento que ya parece a destiempo y tal vez desesperado en la forma del así llamado Mecanismo de Montevideo. A destiempo porque la situación venezolana solo ha empeorado y desesperada porque la distancia entre las partes es cada vez mayor.

Pero es también la única alternativa sensata, la que ofrece no solo resolver con un manotazo, sino con la mirada puesta en el largo plazo para Venezuela.

Ojalá que al final la razón y la sensatez se impongan y que la democracia y prosperidad vuelvan a esa querida nación.

Analista político

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