Gabriel Guerra

España al borde

04/10/2017 |01:11
Redacción El Universal
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En apenas tres días de este mes, tenemos a España al borde de un desgarramiento mayúsculo; EU sacudido por la matanza de Las Vegas y polarizado por la visita de Donald Trump a Puerto Rico; el conflicto con Corea del Norte con la mecha cada vez más corta; La Habana y Washington en pleno congelamiento; mientras que Alemania, ancla europea, entra al que será un largo túnel de introspección tras la frágil victoria de Angela Merkel y el despegue de los neofascistas.

Hoy me concentro en la crisis constitucional española y el riesgo de escisión de Cataluña, que amenazan a Europa y su visión de coexistencia e integración supranacional y regional.

El modelo español de transición a la democracia y de flexibilidad para con sus diferentes regiones, que tan bien funcionó durante décadas, muestra un acelerado desgaste. No sólo por la crisis de los partidos y la irrupción “ciudadana” en los círculos tradicionales del poder, sino también —y tal vez principalmente— porque los liderazgos institucionales en Madrid y en Barcelona han fallado estrepitosamente.

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Nunca me convencieron, por más simpatía que tengo por el pueblo catalán, los argumentos independentistas. Me parecen excesivamente simplistas, arcaicos, y creo que ignoran deliberadamente lo que era la nueva realidad de España hasta antes del 1 de octubre. Pocos países en el mundo (Canadá uno de ellos) han sido tan generosos a la hora de reconocer derechos y aspiraciones a la vez que han buscado restañar heridas y corregir agravios del pasado.

Los radicales independentistas quisieron ir por todo sin tener ni una mayoría contundente tras de ellos ni la legitimidad de un referendo de participación masiva. Si bien se entiende en esta última ocasión por el bloqueo policiaco, no lo lograron en el referendo anterior ni en las últimas elecciones ni en los sondeos de opinión. Y un asunto con tales repercusiones tanto para quienes desean el sí como para quienes quieren permanecer en España no se puede decidir así, con mayorías fraccionales de muy baja participación. Muestra poco espíritu democrático y nulo respeto a una muy significativa minoría.

Pero el gobierno español también erró el camino. A sabiendas de que el voto no era legal ni constitucional, perfectamente podía ser más tolerante, dejar que la gente se expresara y se mostrara la verdadera dimensión, o no, del apoyo y del supuesto consenso separatista. Podía hacer todo eso a sabiendas de que la batalla constitucional la tenía ganada de antemano, pero que podía todavía exhibir que los independentistas no podrían avasallar en las urnas y restarles así esa presunta legitimidad.

Pero no, Rajoy cedió a los instintos autoritarios centralistas, a los viejos rencores regionales, a las envidias e insidias históricas entre Barcelona y Madrid, Madrid y Barcelona. Al enviar a la Guardia Civil a golpear y reprimir como lo hizo, al quererse mostrar duro e inflexible, sólo puso en evidencia su falta de tacto y oficio político, y lo lejos que está de ser un hombre de Estado. En cuanto al Rey, quien haya creído que su tardanza en pronunciarse era producto de la reflexión y la madurez monárquica, se habrá llevado un chasco. El joven monarca no invitó al diálogo, no abrió las puertas de palacio, no fue magnánimo ni estadista. Por el contrario, ahondó la distancia que separa a los actuales liderazgos catalanes de cualquier intención seria de diálogo, les dio pretexto para continuar por su desbalagado camino.

Lo que más conviene tanto a España como a Cataluña es una fórmula que satisfaga algunas de las exigencias sin romper el pacto nacional. Eso probablemente requiera una reforma constitucional y una profunda revisión institucional, que tampoco le vendrían mal a esa nación, que ya sale del atasco económico y ahora debe hacerlo del pantano político en que se ha sumido.

Lo malo es que no se ve, en ninguna de ambas partes, quién sea capaz de convocar y encabezar esa, la única ruta sensata.

Analista político y comunicador
Twitter: @gabrielguerrac