La consulta sobre el aeropuerto se ha impuesto por encima de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. Colocar urnas en sólo 538 de los 2 mil 458 municipios y 16 alcaldías del país es, por lo menos, una aberración. De paso, es un dato elocuente sobre las dimensiones de Morena. Pero la consulta es ambiciosa. AMLO y miembros de su equipo afirman que el resultado será vinculante. No importa si las preguntas están sesgadas, como es el caso; tampoco importa que sea ignorada la opinión del pueblo que habita en las mil 963 demarcaciones restantes, en las que no habrá urnas.
La consulta es una mala noticia para la democracia mexicana. Con ella se establece el precedente que da pábulo a cualquier grupo que llegue al poder para que antes de ejercerlo constitucionalmente recurra a formas arbitrarias de legitimar decisiones que sólo se justifican en la rendición de cuentas constitucional del ejercicio de gobierno. De ahora en adelante lo podrá pretender cualquiera. Imagine el lector que alguno de los poderes fácticos, por ejemplo, una corporación nacional, obrera, burocrática o empresarial, convoque a una consulta sobre la supresión de un derecho reconocido en la Constitución. ¿Podría ser vinculante? Desde luego que no. Inclusive muchos, quizás la mayoría, podrían decir que hacer tal consulta es impropio o inmoral. Pues bien, tengo para mí que vincular el resultado de esta consulta con la decisión del gobierno, cualquiera que ésta sea, vulnera el derecho y la obligación de todos los ciudadanos a que se cumpla el precepto de que toda consulta popular vinculante se realice cumpliendo las condiciones establecidas en la Constitución (Artículo 35, VIII, 3º).
La idea de suspender la construcción del nuevo aeropuerto ya se había hecho en campaña. 52% de electores escogieron a López Obrador presidente de México. ¿Para qué la consulta si la decisión ya estaba legitimada en las urnas? ¿Para qué aventar más lodo sobre las instituciones, cuando la suspensión de la obra puede realizarse en uso de las facultades constitucionales de la Presidencia?
La consulta se efectúa en un limbo jurídico por demás ominoso. No hay nada que regule la actuación de un presidente electo mientras guarda esa condición. Ya no es un simple ciudadano, tampoco un candidato. Ha sido declarado electo, pero no es presidente en funciones. Sólo la prudencia y el autocontrol (o exactamente lo contrario) lo gobiernan y, desde luego, la presencia o ausencia de las autoridades en funciones hasta el 30 de noviembre. En este vacío se cocinan los gérmenes del cesarismo que es, desde la antigua Roma, el sepulturero de la república. López Obrador y su equipo se colocan hábilmente por encima de la Constitución apoyados por esa confusa formación política con mayoría en el Congreso. ¿Recuerda usted la frase “al diablo con sus instituciones”? Pues ese diablo ya está aquí.
El partido que ya nos gobierna en el Congreso y su líder, que lo hará desde el primero de diciembre, ponen en entredicho la norma constitucional de la consulta popular y confrontan a la democracia representativa con una versión bastarda de la participación ciudadana, como lo evidencia el desarreglo de la consulta que hoy concluye. La consulta al margen de la Constitución desprestigia las innovaciones jurídicas potenciales para mejorar la participación democrática. Así actuó históricamente la tríada hegemónica PNR, PRM y PRI: se impuso sobre la Constitución de 1917 y le extirpó los preceptos democráticos. ¿Es éste el propósito? Aunque no lo sea, las consecuencias se encargarán de imponerlo sobre México.
La consulta se publicita como “forma de democracia ampliada”. Todo buen demócrata simpatiza la mejora de la representación y la participación en las decisiones públicas. Lamentablemente, la consulta es una invitación a trivializar y hacer a un lado la legitimidad basada en la legalidad, que sólo puede emanar de la representación democrática. Más temprano que tarde se revertirá contra sus progenitores.
Académico en la UNAM