Repasemos los hechos. En diciembre de 2015 los venezolanos eligieron constitucionalmente a los diputados de la Asamblea Nacional Bolivariana (AN), que entraron en funciones en enero de 2016. La ciudadanía tomó mayoritariamente la decisión de quitarle la mayoría legislativa al gobierno y, por primera vez desde 2000, las oposiciones superaron al chavismo por dos tercios del parlamento. Desde entonces, Nicolás Maduro y el sector más autoritario del chavismo se han negado a aceptar la autoridad de la AN para evitar que ejerza sus funciones asignadas por la Constitución, no obstante que fue adoptada y refrendada bajo el chavismo. La primera maniobra fue desconocer la legitimidad de la AN haciendo que los parlamentarios salientes, que serían sustituidos por los electos en 2015, crearan un Tribunal Supremo de Justicia que trató de impedir que se instalara, sin lograrlo. La AN ha correspondido desconociendo, a su vez, los dictados de ese Tribunal. Pero la principal maniobra autocrática de Maduro ha sido reelegirse en unos comicios espurios convocados por una “asamblea constituyente” integrada a su conveniencia para “sustituir” a la AN. Luego arreció la persecución y el encarcelamiento de opositores y la supresión de libertades fundamentales.

Si nos atenemos a hechos y no a mentiras, las posturas a favor o en contra de Maduro y Guaidó han de sostenerse eligiendo entre dos alternativas. La primera es reconocer la legitimidad de la Asamblea Nacional de la que Juan Guaidó es presidente y la falta de legitimidad del Tribunal Supremo impuesto por el chavismo, así como la ilegalidad de la elección de Maduro en 2018 y, por supuesto, de su actual presidencia. La segunda es la contraria: reconocer como válidas las disposiciones del Tribunal Supremo a partir de 2016, la validez de la asamblea constituyente forzada por Maduro, de las elecciones de mayo y de su nuevo mandato. No hay nada en medio: o se reconoce la elección democrática y a la AN y sus autoridades, o se acepta el golpe autocrático de Maduro.

Si esta situación se presentara en México sería como si los diputados y senadores, que concluyeron su periodo en 2018, hubieran cambiado la Constitución en agosto pasado para impedir que AMLO y la mayoría morenista pudieran gobernar. Si hubieran tenido la ocurrencia de crear un “tribunal supremo” para limitar a la nueva mayoría, habrían sido objeto de oposición y rechazo absolutos, ni dudar que justificados, para evitar semejante acto de barbarie política. Lo que han hecho Maduro y sus partidarios en Venezuela es justamente una monstruosidad de ese tamaño. No sabemos cómo van a salir los venezolanos de ese entuerto, ojalá sea pacíficamente y mediante elecciones, pero sí sabemos que mientras la crisis perdure, justificar a Maduro es políticamente injusto y moralmente reprobable.

La democracia es alérgica al encapsulamiento en dogmas autoritarios, vengan de la derecha o de la izquierda. El que lo haga, activa la cuenta regresiva de su propia defenestración. A estas alturas del siglo XXI podemos tener una certeza: después del horror de los totalitarismos del siglo pasado, que culminaron en grandes guerras y estrepitosos derrumbes, debe prevalecer la voluntad de la mayoría manteniendo siempre las garantías de la minoría. Lo que cada una de ellas ponga en la canasta de derechos y deberes siempre será polémico. Por eso mismo la polémica debe ser alentada, auspiciada, perfeccionada, pero jamás detenida y menos suprimida por ninguna forma de poder social, político, económico o cultural.

El gobierno de Nicolás Maduro es una dictadura; es ilegítimo por la simple razón de que violenta el orden constitucional y trata de perpetuarse en contra de la voluntad de los venezolanos apoyado en la fuerza militar, que es lo único que lo sostiene. Los hechos hablan por sí solos. Mal hace nuestro gobierno en soslayar los hechos y dar la espalda a la tradición de apoyo que en su momento México dio a las justas causas democráticas de España, Nicaragua, El Salvador, Chile y de los derechos humanos donde son violados. Cuando la ideología se impone a la razón y a los hechos, sólo queda la ceguera.

Académico de la UNAM. @pacovaldesu

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