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La polarización resultante de la división entre los caminos, supuestamente únicos, que el mundo puede tomar para organizar la vida en el planeta esta fundada en falacias que, una vez disueltas, permiten ver otras y mejores opciones para la vida buena, como le llamaba Platón. Los partidarios de la “democracia de mercado” nos dicen que, si queremos respeto a las libertades individuales, debemos dejar que el mercado funcione sin cortapisas y hacer que el gobierno se limite a la protección de tales libertades y a garantizar algunos bienes elementales, como la seguridad. Para esta idea, la desigualdad y la exclusión son cosa de cada uno o, en el mejor de los casos, de la caridad. Del otro lado, nos dice la izquierda revolucionaria, si hemos de atacar pobreza, desigualdad y exclusión como primer objetivo, tenemos que aceptar la dirección centralizada y vertical de los dirigentes de esa idea, y entregar los derechos políticos al Leviatán. Las dos ideas antagónicas provienen de la Guerra Fría y se basan en la falsa premisa de que el cultivo de ambos objetivos es irreconciliable. A pesar de que esta polaridad contamina el ambiente ideológico hasta hacerlo inhabitable, es posible rebatirla por las inconsistencias de las que surge.
De acuerdo con los pensadores más incisivos del liberalismo, como John Locke, John Stuart Mill y contemporáneamente John Rawls, entre otros, las libertades individuales tienen por límite la libertad de los demás y la preservación de los bienes comunes. La antropología y la historia aportan hoy en día la revelación de que el surgimiento del espíritu individualista y de la propiedad privada tienen sólidas raíces en la administración de los bienes comunes, sin los cuáles no podrían existir. La calidad del individuo y de la propiedad dependen altamente de su co-herencia con la vida en común. Estas contribuciones, antiguas y nuevas, hacen volar por los aires el individualismo vulgar de, por ejemplo, una Ayn Rand o un Mario Vargas Llosa. La tesis alternativa a las dos antes expuestas sostiene en que entre lo individual y lo común existe un continuo que tiene que ser, por obligación moral y positividad jurídica, alcanzable y respetado. Ese continuo se justifica con base en dos grupos de principios: el de dignidad humana por un lado y, los de mayoría y de igualdad por el otro. La expresión actualizada de ambos está en la reunión del sistema de derechos humanos y las instituciones de la democracia política. Ambos sistemas son dinámicos y sujetos a evolución. Los derechos especificados pueden ser más y mejor definidos; nuevos derechos pueden ser incorporados por la fuerza moral y política que los respalda; las instituciones democráticas pueden desenvolverse positivamente al revisarlas constantemente desde el punto de vista del servicio que prestan a las decisiones de mayoría y al respeto a la igualdad de derechos de todos los individuos, sin importar si forman parte o no de la mayoría.
Estos dos sistemas pueden formar un continuo políticamente congruente en la organización del Estado si adquirieran el vigor político que corresponde a su fuerza moral. Por esta razón, esa propuesta puede irrumpir en el espectro político como un partido que aspira a gobernar y a dirigir el “Estado democrático de derechos” (sí, en plural). Sus fuentes no son ni la ortodoxia de mercado ni la ortodoxia del “socialismo realmente existente”, origen ambos de sendos desastres para la humanidad. No sostiene que el mercado es el altar ante el que todos han de arrodillarse, ni que, en contra del capitalismo, debamos encadenarnos a la certeza ilusoria de una forma diametralmente opuesta e improbable de organización económica. De hecho, la unión de derechos humanos y democracia política se fundamenta en el cálculo fundado de que sí es posible hacer cumplir los derechos cívicos y políticos al mismo tiempo que los económicos, sociales y culturales, y que, a la vez, eso puede hacerse respetando el derecho de elegir gobernantes periódicamente.
Académico de la UNAM.
@ pacovaldesu