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Mil 300 butacas y una mezcla de estructuras en las que resalta la madera de encino y el lucernario en toda su longitud, por donde entra una luz tenue, se encuentran de frente al escenario que hace vibrar un hombre en solitario, pero en armonía con 95 músicos y más de 20 instrumentos.
El brasileño Lanfranco Marcelletti tiene invitaciones para dirigir en Argentina, Bélgica, Chile, España, EU, Inglaterra, Italia, México, Polonia y Rusia; sin embargo, este genio obsesivo de la música prefirió Veracruz y dirigir la Orquesta Sinfónica de Xalapa, donde lleva cinco años.
Cumple 25 años de dirigir orquestas en diferentes partes del mundo y con numerosos reconocimientos; aunque opina que llegó tarde a la música: los grandes artistas a los que admira —como Mozart, Bethoveen y Bach— empezaron a muy corta edad. Algunos a los ocho años ya daban conciertos. Él, en cambio, pudo asistir a uno como espectador hasta los 13 años.
De piel blanca, cabello castaño y ojos marrón enmarcados por unos lentes, Lanfranco Marcelletti tiene su estilo muy particular en cada concierto. Se sienta, se levanta y reclina en la silla con movimientos rápidos pero poco perceptibles. Después da la espalda entre cada pieza, para tener un acercamiento con el público y explicarle la historia y particularidad de su música. Al finalizar el concierto, sigue la charla con quien se le acerque.
En la sala Tlaqná, ubicada en el corazón de la zona universitaria de la capital veracruzana —espacio acústico más importante en su tipo en México y América Latina—, parece sentirse como en su casa. Durante un receso entra a camerino, se cambia de ropa y sale a desayunar, mientras rememora sus inicios y el tiempo que le llevó convencer a su padre de que realmente deseaba un piano. Después tardaría muchos años más en persuadirlo de que la música es su vida.
El Murciélago. Originario de Recife, Brasil, a los siete años descubrió la pieza que marcaría su vida: la obertura El Murciélago de Johann Strauss, una opereta cómica en tres actos que se estrenó en 1875. Recuerda bien qué día era y las sensaciones que tuvo.
Habían regalado a su papá discos de colección con música clásica, de cine, mambo, ópera. Se las ingenió para hacer sonar el tocadiscos que había en su casa, puso el acetato y casualmente era de orquesta, sinfónica, la primera pieza era de Johann Strauss.
“Era un sábado por la mañana, estaba jugando con mi hermano y tuvimos que mover un mueble enorme. De ahí no paré de escuchar esos discos, pero el que más me llamaba la atención era el de orquesta”, dice.
A los siete años, le dijo a su padre que quería un piano, pero era muy costoso. En su lugar le compró casettes con música de orquesta.
“Fue hasta los 12 años que hice un trato. Los convencí porque no me gustaban los deportes, yo le dije a mi papá: ‘yo hago un deporte, pero tú me dejas tener clase de piano’. Me dijo: ‘está bien, pero no te compro el piano hasta dentro de un año’”.
A diferencia de grandes artistas, la música no corre por las venas de su familia, ninguno de sus parientes toca un instrumento, ni siquiera les gusta la música de orquesta.
No era la vocación de sus padres, ellos eran pasteleros: su papá no pudo estudiar y , abandonó la escuela a los 11 años porque tenía que trabajar. Y su mamá terminó la secundaria y después tomó algún curso para féminas que se querían casar.
Un camino sinuoso. No tiene tiempo. Mientras habla de su formación profesional, toma un sorbo de agua de coco y da una mordida a un sandwich casero de pan integral. Eso sí, meticulosamente envuelto y ordenado.
Perfeccionista y obsesivo, el brasileño lleva 27 años en terapia. Quiso ser sicoanalista, matemático o filósofo y por momentos —que se convirtieron en años— abandonó la música.
En un español fluido y acelerado, el director de la Orquesta Sinfónica de Xalapa cuenta que la primera vez que fue a un teatro tenía 13 años y de ahí tardó mucho tiempo en empezar su formación profesional.
A los 17 años, una maestra de Viena dio un curso en su natal Recife. Esa mujer lo miró a los ojos y le dijo: “Tú tienes mucho talento, ven a estudiar conmigo a Austria”. En su casa se opusieron, así que siguió su vida, terminó la preparatoria e ingresó a la universidad a cursar Ingeniería Química porque tenía que estudiar cualquier licenciatura, menos música.
En realidad solo hizo un semestre de esa carrera, al terminarlo, convenció a sus padres de viajar a Viena. Prometió que serían solo seis meses, pero se convirtieron en ocho años: “De ahí me fui quedando en Europa y mis papás fueron aceptando”.
En esa etapa de su vida tuvo su primer acercamiento con las materias que un director tiene que aprender: dirección y composición. Terminó su licenciatura y maestría en Zurich, Suiza. Y después se fue a vivir a Italia.
A los 25 años tuvo una crisis personal. Así que regresó a Brasil, a Sao Paulo con su hermana, ahí trabajó en un programa de televisión musical como asistente de producción.
Ahí conoció a Ronaldo Bologna, un importante director de orquesta de Brasil que lo volvió a encaminar por la música, lo enseñó a dirigir y mirar una partitura. Aun así su papá lo hizo regresar a Recife y trabajar con él en la pastelería. Seis meses bastaron para que se diera cuenta que la vida de su hijo giraba en torno a la música y le diera su consejo: “sé un maestro de piano, sé pobre, pero sé feliz”.
Inmediatamente lo llamaron para ser profesor de piano en el conservatorio de Brasil y poco después se convirtió en asistente de director y regresó a dar clases de música de cámara.
Otro gran director de Brasil lo llevó a Estados Unidos, fue ganando trabajo y reconocimiento en ese país, en el que se quedó cerca de 15 años.
Desde ahí ya no interrumpió más su trayectoria profesional: ha recibido reconocimientos por producciones dirigidas en Italia, Nueva York y Valladolid, pero él no los presume, de lo que sí enorgullece es de las personas que lo guiaron en su preparación.