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San Juan de Sabina.— Para Aída Griselda Farías, la tragedia en la mina Pasta de Conchos es como una herida abierta que aún duele. Ella es una viuda de aquella tragedia de la madrugada del 19 de febrero de 2006 en Coahuila. Su esposo Eliud Valero Valero fue uno de los 65 mineros que perdieron la vida y uno de los 63 que quedaron sepultados en la mina ocho.
Aída está sentada en la sala de su casa en Rosita, Coahuila. En el rincón hay la figura de un minero, una placa que le entregaron con el nombre de su esposo y fotografías de una familia que quedó incompleta la madrugada en la que al parecer hubo una explosión por acumulación de gas metano.
“Lo que más quisiera es que se aclarara. No se les ha hecho nada a ellos (mineros), algo digno. Tampoco se ha dicho qué pasó”, cuenta Aída.
Su esposo tenía 33 años, 14 de ellos casados, cuatro de ellos como minero en Pasta de Conchos. Eliud le crio a un hijo y tuvieron uno más como pareja.
La mañana del 19 de febrero, sus papás le avisaron: “Hubo una explosión en la mina”. Luego unos vecinos tocaron a su puerta para decirle lo mismo. Eran trabajadores del tercer turno. Se jugaban la vida bajo tierra.
Una vecina la llevaba hasta el lugar, cuando en la radio escuchó la lista de los mineros atrapados: Eliud Valero Valero, escuchó. “No lo podía creer, todavía uno no lo puede creer”, dice Aída desde su hogar, a 70 kilómetros donde ocurrió la tragedia, en la principal zona carbonífera en el país.
Aída, como muchas viudas, madres e hijos de mineros, no lo pueden creer porque nunca vieron un cuerpo, los restos. Para muchos, incluyendo Aída, es como si su ser querido se hubiera ido a trabajar. Así han pasado 11 años.
—La realidad es que ya está muerto mi esposo, comenta resignada.
Asegura que nunca ha dejado de llorar por él. Considera que a ella y muchos familiares, les hizo falta tener el cuerpo para poder descansar. “Yo siento que no he descansado”.
Era único. Aída platica que su esposo fue un ejemplo de padre. No fumaba, no tomaba y para él, su familia siempre fue primero. “Un hombre como él ya no hay”, dice.
Sus hijos Eliud y Óscar Javier, el hijo que crió, lo recuerdan diario. Aída dice que le ha encontrado al más chico la foto de su papá debajo de la almohada. Óscar Javier inclusive le dedicó su tesis cuando se graduó como maestro:
“Por ser de las personas más importantes a lo largo de mi vida por inculcarme los valores que tengo, por cuidar y ver por mí. Y contar con él cuando más lo necesité tanto moral como económicamente. Por ser un ejemplo a seguir, por luchar, por mi educación, por su aliento, por hacerme ver siempre un propósito a seguir y no darme por vencido...”, se lee en la dedicatoria.
Para Aída eso ha sido lo más difícil: sacar adelante a sus hijos sin la presencia de su padre.
La empresa Industrial Minera México entregó una indemnización de 750 mil pesos a cada familia, becas escolares a los hijos de 400 a 650 pesos y pensiones mensuales a las viudas que van desde los mil 500 a los 3 mil pesos.
Años después el gobierno federal promovió que se les entregará una segunda indemnización a manera de “ayuda humanitaria” que iba desde los 25 a los 200 mil pesos.
—¿Usted insiste en el rescate?
—Se puede pero no lo van a hacer. Ellos (empresa) saben que fue un asesinato y no van a dejarlo. El dinero puede todo y nosotros no tenemos.
A lo largo de 11 años, la empresa Industrial Minera México se ha negado a los trabajos para recuperar los restos, argumentando el riesgo que involucraría el ingreso.
En un sitio digno y santo. Elizabeth Castillo está convencida que los restos de su esposo Gil Rico Montelongo deben descansar en un lugar digno y santo, no en el fondo de una mina.
—Si a un animal lo entierras, no creo que él ni ninguno de los que murieron merezcan estar ahí.
En febrero de 2007, el gobierno de Coahuila emitió ilegalmente 65 actas de defunción certificadas por un médico forense, aun cuando sólo dos cuerpos habían sido rescatados. En ellas se determinó fecha, hora y causales de muerte.
Elizabeth tiene todavía la imagen de su esposo: amoroso, pero de carácter fuerte. Esas dos características la hacen concluir que si ella se hubiera quedado en el fondo de la mina, su esposo Gil lucharía por sacarla. “No me hubiera dejado allí, por eso insisto”, añade.
Gil y Elizabeth tenían 16 años de casados y tres hijos: Gil, Guadalupe Agustín y Pablo, de 15, 13 y nueve años cuando ocurrió el accidente. Gil tenía 42 años y sumaba casi 21 trabajando en la mina. “Era el pilar de la casa”.
“Son 11 años”, se dice Elizabeth para sí misma, con la mirada en el suelo, las palabras de quien lo ha dicho una y otra vez. 11 años en los que sus hijos se han graduado, se han casado, han tenido hijos. Es en esos momentos, dice Elizabeth, cuando la ausencia de su esposo brota y duele. Cuando sus hijos hablan que su padre, no pudo conocer ni ver crecer a los nietos. “Ha sido difícil y lo sigue siendo”.
En esta zona de Coahuila, donde la mayoría de los hombres trabajan en la extracción de carbón, ninguno de sus hijos se ha interesado por ser minero.
Sin embargo, para Elizabeth la mina, el carbón, estarán plasmados en ella. Cada domingo visita el campamento que hace años instalaron los familiares a las afueras de Pasta de Conchos.
La viuda ya no confía, ni en papeles ni en el gobierno ni en nada. Sabe que cuerpos ya no hay, que si algún día se decidiera emprender un rescate, lo único que obtendría serían restos, pero los quiere.