Lucio Antonio Sánchez Aurelia escuchó en la radio del pueblo de Nuevo Eulero, San Luis Potosí, que estaban contratando para sembrar tomate en el ejido Maravillas, de Matamoros, Coahuila.

Lucio, de 55 años, se presentó y le prometieron que le darían 600 pesos de gratificación cuando terminara el contrato de 50 días, más un enganche de mil pesos. 150 pesos al día: más de lo que ganaba por cualquier oficio en su pueblo. Habría horas extras que se pagarían en 30 pesos. “Es siembra, limpia y corte de tomate”, le comentaron. Y firmó.

Cuando llegó al rancho Nidia Edith del ejido Maravillas de Matamoros le leyeron un reglamento y no le entregaron ningún enganche. No le pagarían los 150 pesos diarios por ocho horas hasta que terminaran los 50 días.

Llevaba 22 días en el rancho hasta que lo rescataron del campo agrícola el pasado viernes. Contó que los encargados les exigían mucho y que si veían a alguno descansando, lo regañaban o castigaban.

Él levantaba de 50 a 90 botes de tomate de exportación. “Querían que estuviéramos todo el tiempo en movimiento. Unos chavos se sentaron un minuto y tuvieron que trabajar minutos más. Uno no podía estirar los brazos porque ya estaban regañados”, recordó.

Si tenía que ir al doctor, le descontaban el día. Contó que ya ha visitado otros campos en Sinaloa y Sonora. Fue su primera vez en Coahuila.

Soledad Hernández llegó con su esposo, albañil de oficio. Ella tiene 30 años y cuatro hijos que dejó en Tantoyuca, Veracruz. Acumulaba 42 días trabajando, sin pago alguno.

La contrataron por dos meses, pero cuando llegó le dijeron que siempre serían 70 días. “Allá [en Tantoyuca] está mejor que aquí, mejor me hubiera quedado”, comentó.

Malas condiciones. Lucio dormía en galeras donde entraban seis personas. Los cuartos eran reducidos y tenían literas de tres pisos con una lámina de cama.

Comía frijoles y arroz. Le daban media hora para desayunar, a las 11 de la mañana, aunque tenía que estar 10 minutos antes de las ocho para empezar, sino lo podían castigar.

“La comida era hasta las cuatro de la tarde, lo hacían yo creo para no dar cena. La comida a veces era sopa, pollo, pero con mucha agua”. “No estaba sabrosa, era más agua, la carne no la lavaban, así la preparaban. Llevaba tierrita. Estaba sucia”, añadió Soledad Hernández.

El rancho tenía una tienda donde vendían comida y artículos de limpieza. “Un refresco de lata te lo daban en ocho pesos, sí estaba un poco más caro. Era con crédito, se supone te lo rebajaban al final”, dijo Lucio.

Nadie les ha dicho cuándo regresarán a sus tierras

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