Monterrey.— ¿Una misa satánica? Eran las 12 de la noche de un día previo a la Navidad de 1997 en San Nicolás de los Garza, Nuevo León. Pedro había llevado a su esposa y a dos pequeños hijos a la central de autobuses ya que iban a pasar las fiestas con familiares que residían en San Luis Potosí.

Al regresar a casa, encendió el televisor para dar tiempo a que lo venciera el sueño y poder descansar, pues a la mañana siguiente tenía que levantarse temprano para ir a su trabajo como reportero en una radiodifusora local.

Antes, fue a cepillarse los dientes al cuarto de baño. En eso estaba cuando escuchó espeluznantes gritos quejumbrosos que parecían proferir de un ser de ultratumba.

Pedro, que se consideraba ateo y materialista, siempre había rechazado ese tipo de historias y caviló que tal vez se trataba de un hombre moribundo, víctima de un sufrimiento atroz.

Acostumbrado a caminar de noche allá en su pequeño pueblo de San José sin que lo sobresaltaran más allá de poner todos sus sentidos en alerta, los aullidos de coyotes, el ulular de los búhos, o el sorpresivo correr de un animal asustado por entre los matorrales, esta vez se sintió paralizado por una extraña sensación de miedo.

Pedro quiso portarse racional, pensó que en la televisión transmitían alguna película de terror. Pero al volver a su cuarto, ya frente al televisor, comprobó que había una programación que nada tenía que ver con los quejidos que escuchaba. Bajó totalmente el volumen del aparato y, para su sorpresa, aquellos lamentos seguían escuchándose, pero le parecía que ya no era uno sino dos o más los seres que participaban en una macabra sinfonía de terror.

Tomó la grabadora de cassete que utilizaba para sus entrevistas, y como única arma a su alcance, la encendió y con ella en mano descendió por la escalera hacia la planta baja de su casa, la acercó a la ventana, que tenía el vidrio corrido, pero estaba protegida por una tela mosquitera y una estructura de barras de acero.

Y ahí estuvo grabando dos o tres minutos hasta que dejaron de escucharse aquellos lamentos que parecían proferidos por alguien que ya no atinaba ni a pedir auxilio y sólo se quejaba con un inmenso dolor, pero resignado, mientras se le iba escapando la vida, al tiempo que se escuchaban voces o cánticos en un idioma inentendible.

Quizá afectado por la extraña experiencia, el hecho es que Pedro no atinó a llamar a la policía, y temeroso de que algún criminal estuviera acechando escondido con algún puñal, sólo se cercioró de que en el porche o en la calle frente a su casa no estuviera alguna persona muerta o malherida.

No había huellas de sangre ni notó nada fuera de lo normal. Como pudo concilió el sueño y al día siguiente al probar su grabadora para ir a trabajar, comprobó con horror que no había tenido una pesadilla, pues habían quedado registrados aquellos quejidos que tanto lo habían intranquilizado.

A varios colegas les puso la grabación y todos coincidieron que habían sentido como se les erizaba la piel.

Un colega que había sido seminarista expresó que él consideraba que todo aquello era parte de una misa negra o satánica, y que aquel infortunado que se quejaba era tal vez alguien que fue sacrificado a Satanás.

Pedro recordó que frente a su casa, a lo largo de una cuadra, había puras casas abandonadas por familias que no pudieron conservar sus inmuebles debido a la crisis que inició por el “error de diciembre” de 1994.

Ingresó a esa galería de casas deshabitadas, y en una de las más próximas a su vivienda encontró sobre la pared, dibujada con tinta negra y roja, una imagen de unos dos metros de altura, que semejaba un murciélago erguido sobre sus patas y con las alas desplegadas. Tiempo después Pedro perdió la cinta que había grabado el extraño lamento y la casa que lo atemorizó por días fue vendida: ahora es habitada por una pareja que se queja de ruidos y gritos extraños cada fin de mes.

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