San Francisco

Enclavadas en la Sierra Nevada, de California, en Estados Unidos, dos mujeres sacan tres bolsas de plástico, tan grandes como su torso, del refrigerador que instalaron en la sala de su casa. Colocan sobre una mesa un contenedor de metal y vacían lo que en su interior reposaba: marihuana, muchísima marihuana. El olor a hierba con menta impregna la cabaña y se intensifica cuando separan las hojas con sus dedos.

Ambas mujeres visten de blanco: túnica que llega a los tobillos y velo que cubre la frente y reposa sobre la espalda. Son monjas, al menos por vocación, porque no profesan el catolicismo.

—¿Acaso hay que pertenecer a la Iglesia católica para vestir el hábito? —se pregunta Kate, una de las mujeres.

Como un acto de subversión, las mujeres se hacer llaman “hermanas”.

Consideran que han ayudado a más enfermos que los religiosos con sus oraciones: han creado una empresa de medicamentos, ungüentos y gotas hechos de marihuana, que distribuyen por paquetería en América. Hoy las dealers se visten de monjas para suministrar lo que en otros países está prohibido y México es uno de sus principales consumidores.

Son las 11:00 de la mañana y revisan los pedidos que se generaron desde las 8:00, cuando habilitaron su página de internet: han vendido casi tres mil dólares en tres horas. En su lista de envíos hay clientes en San Luis Potosí, Querétaro, Saltillo y Ciudad de México.

—Los legisladores en México deberían estarse disculpando con las personas a las que niegan el bienestar, no sólo a los pacientes, también a sus familias, porque las enfermedades afectan a todos. Es horrible su política.

En algún lugar de la sierra

Las hermanas Kate Meeusen, de 55 años, y Darcy Johnson, de 24 años, son precavidas. Para llegar a sus plantíos hay que manejar casi cuatro horas desde San Francisco e internarse en Merced, un poblado en Sierra Nevada, una cordillera de pinos y secuoyas gigantes, tan densa que podrías perderte de un metro a otro.

Su ubicación exacta se proporciona cuando falta poco para llegar. En menos de un año, y con envíos a todo el continente, han percibido ganancias superiores a 50 mil dólares. Preservar su seguridad se ha convertido en sobrevivencia.

Viven en una cabaña, donde instalaron una cocina industrial para procesar la planta que cultivan con alcohol o aceite de coco, y se producen de manera casera utilizando ollas eléctricas de lento cocimiento. Los productos estelares son un ungüento, una tintura y un aerosol elaborado con CBD, una cannabinoide de alta potencia usada en el mercado de la marihuana medicinal. Los productos se comercializan hasta en 95 dólares por frasco.

Después de vivir una década en Ámsterdam, Holanda, y mudarse en 2008 a Estados Unidos, Kate Meeusen, una analista de sistemas, comenzó a cultivar marihuana a los 50 años. Había convivido con enfermos terminales, y quería aplicar los conocimientos que adquirió en aquel país, donde los tratamientos con marihuana medicinal se utilizaban para aliviar el dolor.

Estuvo incitada también por una desgracia familiar: a su regreso encontró que su sobrino se había vuelto adicto a la heroína. En Holanda, había aprendido que pacientes con adicciones recurrían al cannabinoide para librarse de una dependencia a las drogas duras.

Cuando buscaron un plan para rehabilitarlo, las clínicas les ofrecían tratamientos que rebasaban los mil 800 dólares mensuales y tenía una de siete posibilidades de suicidarse durante el proceso. Ya lo habían intentado y siempre recaía.

—Mi hermano me decía que a un alcohólico no se le pone en un bar, y ahí entendí cómo percibían, aun en Estados Unidos mi propia familia, los tratamientos con marihuana medicinal —recuerda.

Empezó a suministrarle grandes dosis de marihuana, para que durante el periodo de abstinencia padeciera menos síntomas. “Sí, iba a ser un marihuano, pero iba a vivir”. La adicción fue mermando, sin los efectos secundarios.

Pronto, su sobrino era un joven funcional y había conseguido dos empleos. Intercambió su adicción a la heroína por el ejercicio. No bebe y dejó de fumar marihuana.

Kate comenzó a usar el hábito poco después de la rehabilitación de su sobrino. La primera vez que se vistió de monja fue durante una protesta del movimiento Occupy Wall Street, caracterizada porque sus manifestantes se disfrazaban para ocultar su identidad o satirizar al sistema capitalista.

La mujer que siempre se consideró espiritual, pero contra la Iglesia católica, adoptó el atuendo de monja porque no sólo las religiosas podían representar con un velo valores como la bondad y la misericordia. Ella también podría apropiarse del atuendo porque compartía ese sentir.

Kate conoció a Darcy en 2011 a través de un amigo en común. Darcy había trabajado en una granja orgánica en Nueva Zelanda, así que Kate la llamó por teléfono para ofrecerle integrarse a la empresa que estaba por fundar.

Para ese entonces, Kate ya vestía el hábito, convencida de que era su vocación.

Darcy estaba por cumplir 20 años cuando decidió mudarse de Washington a Merced, California, a producir el cannabidiol. Le tomó 15 minutos convencerse de que era lo que quería. Lo describe como “un llamado” similar al de las monjas, para trabajar a favor de la gente.

Le interesó mucho lo que Kate hacía, su espiritualidad y sus políticas liberales. Fue así que decidieron llamarse Sisters of the Valley, y comercializar sus productos a por paquetería.

Se informaron bien: aunque la mayoría de países en América no habían aprobado el uso de la marihuana medicinal, no era un delito enviar por DHL o UPS frasquitos con ungüentos y gotas. Pronto todo el mundo en la sierra las conocería como las “monjas de la marihuana”.

La opción

La sensación estaba siempre ahí: un dolor que recorría el cuerpo y lo iba quemando a su paso. Era como un encendedor perpetuamente prendido, que reposaba sobre la piel, pero no dejaba ninguna herida.

La primera vez que ella lo sintió, fue hace seis años y el dolor llegó como un aguijón que se incrustó cerca de sus muslos y piernas. Visitó 28 médicos de distintas especialidades, porque ninguno entendía por qué las tomografías y las resonancias magnéticas no arrojaban ningún padecimiento.

—Me decían que lo mío era sicológico, que me estaba inventado el dolor, con una insensibilidad. Pero yo me quería morir —cuenta Karla, una mujer de 30 años.

Tras media década, finalmente encontraron que se habían dañado las terminaciones nerviosas de su cuerpo.

En 2013 empezó un tratamiento para aminorar el sufrimiento que todos los días la hacía pensar en el suicidio: clonazepam, un antidepresivo; duloxetina, otro antidepresivo, y pregabalina, un fármaco antiepiléptico que disminuía la cantidad de señales de dolor. Ahora la sensación de ardor rivalizaba con las náuseas, y los lapsus de amnesia.

Cuando se enteró que en California — donde es legal su uso médico— pacientes con neuropatías utilizaban productos derivados de la marihuana para paliar el dolor, rogó a sus primos nacidos en Estados Unidos que la traficaran escondida entre sus maletas por la garita internacional para ingresar a México.

Hace unos meses se enteró de la labor de las Hermanas del Valle y todos sus familiares angustiados por Karla se convirtieron en traficantes, dejaron de correr riesgos.

La cura llegaba por correo en menos de cinco días por 95 dólares más gastos de envío y sus dealers eran dos mujeres vestidas de monjas.

—La Iglesia habla de compasión, de amor al prójimo. Pero en México nos satanizan, por querer encontrar una solución a nuestro sufrimiento. Empecé el tratamiento con un ungüento de alta potencia, y dejé uno de todos los medicamentos, será gradual. Sí es así, prefiero una monja que distribuya marihuana pero tenga compasión —dice Karla.

Legalización

—La prohibición criminaliza a los pacientes, ya que para continuar con sus tratamientos muchas personas tienen que comprarlo en el mercado negro, convirtiendo a los pacientes en criminales —señala tajante la hermana Darcy, sobre los detractores de la marihuana medicinal en México.

Les pide que sigan a sus corazones, pero que también vean los hechos, que aprendan de los niños que han sido sanados . Tienen que hacerlo por los niños y las personas que sufren. Ejemplifica: a diferencia de los tratamientos en los que se usa cannabis, las medicinas para la epilepsia destruyen los cuerpos de los pacientes.

Mientras México se encuentra atorado en un debate que el estado de California superó en 1996, hace 20 años, las Hermanas del Valle continúan cosechando y produciendo marihuana con fines medicinales que envían por correo, y atenuando el dolor de los mexicanos, algo que su propio gobierno les prohíbe.

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