La distancia que recorre su voz es de tres mil kilómetros. En segundos, Wilbert y su padre, Antonio, hablan por vez primera desde hace un mes y medio. Ambos se habían embarcado en una aventura con final incierto. El muchacho de 15 años estaba lleno de un regocijo pocas veces sentido por aquella aventura que lo llevaría hasta su familia que lo dejó nueve años atrás; y el hombre de 40 padecía angustia y miedo.
—Estoy bien —le dice Wilbert. Su rostro se modifica. La alegría le brota por los ojos, pero al mismo tiempo agacha la mirada, apenado. “Mi hermano también, está aquí conmigo”.
Desde que los oficiales lo bajaron de aquel bus en Poza Rica, al norte de Veracruz, no había logrado decirle que se encontraba bien... y que fracasó en su intento por estar juntos.
Wilbert está sentado en un sillón de un refugio para niños migrantes de Xalapa, en la capital de Veracruz; Antonio toma el celular desde su casa en New Jersey, Estados Unidos.
—No sé cuándo me llevarán a El Salvador —le insiste en voz bajita, como para que sus compañeros del refugio no se enteren que no lo logró, aunque ellos están en las mismas condiciones.
Las dos terceras partes de su vida, un teléfono ha sido el único contacto con su familia. Con 15 años de edad sabe que los 10 dígitos lo conectan a sus raíces y al calor de su padre, madre y sus dos hermanos que viven en Estados Unidos.
El joven delgadito y de piel morena, como aquellos centroamericanos de raza recia, se encuentra en el refugio de niños migrantes del Sistema Estatal para el Desarrollo Integral de la Familia de Veracruz, estado donde fue asegurado por policías estatales al viajar —junto con su hermano de 12 años y su primo— de manera ilegal rumbo a Estados Unidos.
Un mes antes dejó en un mar de lágrimas a sus abuelos en San Miguel en Ciudad Barrios, una región de El Salvador rodeada de una vegetación exuberante y de caminos sinuosos donde cada tercer día tomaba el celular desvencijado para hablar con su familia.
Fue en una videollamada como conoció a su cuarto hermano que nació en Estados Unidos y fue a través del celular como su padre, Antonio —un hombre dedicado a la construcción en New Jersey—, le propuso volver a juntarse tras nueve años de ausencia. “Sentí alegría porque dije ‘voy casa de mis padres’”.
Ya no porta un móvil entre sus ropas, pero su memoria guarda celosamente esos números para darle tranquilidad. El refugio es un espacio de paso a su deportación, tiene alimento caliente, cobija, una litera, baño y toda la atención requerida, pero le falta hablar con los suyos.
Marca rápidamente los botones y al otro lado del auricular contesta su padre, Antonio. Insiste en que están tranquilos, pero se abstiene de relatarle que su travesía empezó trepado en un bus, que luego durmió un par de días en unas desvencijadas viviendas, que se despertó a las tres de la madrugada para abordar un segundo vehículo y luego llegar a un hotel a descansar.
Tampoco dice que de ahí se subió a una lancha en una travesía de dos horas en la que su mayor temor era que se volteara, ni que durmieron cuatro noches en un motel de paso, que un taxi los trasladó hasta el tercer bus —le encanta usar la palabra bus— donde finalmente fueron detenidos por autoridades migratorias.
“Yo sentía alegría porque iba a donde mis padres”, cuenta el muchacho. Nunca tuvo temor por asaltos, ataques o que los dejaran abandonados a su suerte, pero su punto de quiebre fue cuando lo habían bajado de la unidad y su hermano seguía arriba sin ser detectado.
“A él no le preguntaron, sólo se había quedado arriba, pero le dije que se bajara porque estaba muy pequeño”, relata. “Me sentí muy mal hasta que nos bajaron a todos del bus”.
La aventura de la inocencia
El número de casos de menores que migran sin compañía de un adulto y fueron detectados por autoridades migratorias mexicanas aumentó 333% de 2013 a 2015, según un reporte de la Organización de las Naciones Unidas México.
De 5 mil 596 pasó a 18 mil 650 casos; la mayoría de ellos, adolescentes de entre 12 y 17 años, como Wilbert.
En el primer semestre de este año, de acuerdo con estadísticas de la Secretaría de Gobernación, 16 mil 640 menores de edad fueron presentados ante autoridades migratorias.
En su reporte, el Instituto Nacional de Migración (INM) destaca que 8 mil 54 viajaban solos; más de 90% son de Centroamérica.
“En general son niños que, si bien vienen en tránsito irregular, no quiere decir que hayan estado abandonados, familiares cercanos [como abuelos, tíos y hermanos] se han hecho cargo de ellos mientras sus padres están trabajando en Estados Unidos”, explica el delegado del INM, Tomás Carrillo.
La mayoría de ellos están sanos, tienen una gran capacidad de adaptarse, para ellos es un viaje de mucha ilusión porque van a alcanzar a sus padres y seres queridos. “Es una aventura, la inocencia de la edad temprana, de la infancia hacen que un viaje de esa naturaleza represente la oportunidad de vivir y acercarse a sus familiares que viven en la otra frontera”, describe.
El informe de la ONU señala que al año cerca de 40 mil menores son repatriados de Estados Unidos a México; de esos, 18 mil viajan solos.
Sentada en una de las literas del albergue especial para niños migrantes del DIF en Xalapa, capital de Veracruz, la administradora América Escalante Sánchez cambia el tono de su voz cuando habla de los pequeños. “Todos nos llegan muy chiquitos, son muy tranquilos, son buenos niños, algunos inquietos”, los describe. El niño más chico que ha pasado por las instalaciones tenía nueve años y la niña siete.
“Llegan con miedo porque piensan que los vamos a tratar mal, pero cuando les damos su cama y comen y se bañan, están contentos”.
Para la procuradora de la Defensa del Menor, la Familia y el Indígena del DIF Veracruz, Adelina Trujillo, estos refugios cumplen un papel sensible y delicado al resguardarlos y decirles que no pueden viajar solos hasta que sean mayores de edad.
“Tenemos que regresarte a casa y tenemos que hacerlo de la mejor forma para que no se sientan agredidos, afectados, porque somos una parte que trunca sus sueños, pero les explicamos que es para cuidarlos y protegerlos”.
“No quiero que sufran”
Del otro lado del celular, la voz de Antonio se escucha llena de emociones, entrecortada por saber que sus dos hijos están bien, pero con tristeza porque no lograron llegar ni siquiera a la frontera norte de México.
“Me siento mal porque no pudieron llegar acá, estaba contento porque mis hijos salían para acá y vienen buscándonos porque allá los están obligando los de la Mara [Salvatrucha] y por eso decidieron venirse con nosotros”, charla.
Los niños y adolescentes deciden viajar solos para cruzar la frontera —según los estudios de la ONU— en primer lugar por el deseo de reunirse con sus familiares, en segundo término por mejorar su nivel de vida a través de un trabajo y, por último, por escapar de la violencia familiar o de la explotación sexual.
“No quiero que ellos sufran tanto... pienso mucho en ellos”, agrega el hombre que hace nueve años partió y dejó a dos de sus hijos en manos de los abuelos. Wilbert ha contabilizado cada mes y año que pasa con ellos.
“Estaba bien con mis abuelos también, cuando ellos salían, nosotros también, juntos siempre, pero prefiero con mis papás”, dice Wilbert, quien hoy se encuentra en Ciudad Barrios, pero prepara ya su nueva aventura por México.
“Si puedo, lo voy a intentar... unas dos veces más y ya”.