En una esquina de la casa de palma, un altar se erige con la imagen de San José y Santiago, considerados por la cultura totonaca como abogados ante Dios, según las enseñanzas de aquella evangelización española de 1519 cuando se aliaron a Hernán Cortés.

A unos metros de la pirámide de El Tajín, en El Kantiyán, conocida también como Casa de los Abuelos, los colores y sabores de las ofrendas de comida, flores e incienso inundan el ambiente donde los sabios totonacas piden permiso a la madre tierra y realizan rezos.

Ataviado con calzón de manta y su sombrero de palma, el jefe supremo totonaca y líder espiritual, Gerardo Cruz Espinoza, lamenta el camino de violencia, destrucción y falta de respeto que llevan los hombres y los gobernantes.

“El hombre se pierde solo porque no sabe a dónde va; es como un ciego; cuando tú no sabes ni haces caso, te vuelves a tropezar y te vas al hoyo”, alerta el indígena de palabras cortas, de un castellano mocho y un totonaca fluido.

En la zona arqueológica de El Tajín, puerta de entrada de uno de los imperios indígenas más importantes mesoamericanos, el tata Gerardo, critica que la humanidad poco respeta a sus semejantes. “Si nosotros no queremos a nuestros hermanos, no queremos a nuestro tata, (entonces) no queremos a nadie, nosotros no vamos a ser abuelos, ¿por qué? Porque no respetamos la Ley de Dios”, agrega.

Rodeado por los integrantes del Consejo Supremo Totonaca, hombres y mujeres de cada uno de los pueblos de la Sierra de Papantla, recuerda que todos “nada más vivimos un rato… no sabemos si mañana estamos”.

En una de las paredes principales sobresale la imagen del tata Juan Simbrón Méndez, uno de los sabios más respetados y reconocidos, quien a su muerte le entregó el bastón de mando a Gerardo Cruz, hombre de 71 años que tiene bajo sus espaldas al pueblo que prestó mil 300 guerreros a Cortés para derrotar a los mexicas.

El tata, desde el espacio donde los viejos fungen como médicos tradicionales y sacerdotes y hablan con los dioses, también llama a la reflexión a los gobernantes: “Que conozcan a sus gobernados, que conozcan qué están haciendo. Un gobierno no va a gobernar por el dinero, va a gobernar por la gente, para apoyar a los demás”.

El don de ser bueno

Con su paliacate atado al cuello, el tata coloca una silla de madera sobre el piso y advierte: “El español no lo puedo dominar bien”, porque “yo hablo mi lengua totonaca”. Se describe a sí mismo como un hombre de campo que cultivaba caña para hacer panela, maíz y frijol; con sólo un año de estudios y sin saber leer ni escribir, aunque sí sabe firmar y “aprender cosas”.

Hombre de paz, le preocupa la violencia en el mundo y en México. Llama a acercarse a Dios y respetar sus enseñanzas para encontrarse en el camino. “Hay mucha guerra porque no pensamos dónde estamos, sólo pensamos qué vamos a hacer, pero no sabemos a qué hora caeremos”.

En su comunidad siempre se sorprendieron por su manera distinta de hacer las cosas, alejadas de las tradiciones. “Yo de 20 años cambié mis ideas”, explica. Primero administró su siembra y luego se empecinó con una mujer de dinero del pueblo, cosa que no debía hacer.

Pero como buen totonaca, escuchó a sus abuelos, quienes le dieron consejo para salir adelante y que los familiares de su mujer lo quisieran. “Me dijeron mis abuelos: si quiere trabajar bien, cuídelo, cuida de tu siembra y a los dos años hice mi casa de palma”.

Esas palabras de los tatas le enseñaron que para evitar la violencia era necesario educar a los hijos a respetar a su papá, mamá, hermanos y a los vecinos. “Porque nosotros tenemos don para trabajar, para hacer bien las cosas. Si usted tiene su don para apoyar a los demás así vas a ser”.

Hace una pausa, cierra los ojos, guarda silencio por unos segundos y aclara que no todos los hombres se ha vuelto malos, aún —dice— hay personas que cuenta con el “don” para cuidar las cosas, la vida, la naturaleza, la tierra y el aire.

Cinco años después que se casó hizo su casa de asbesto de 14 por 7 metros, lo que asustó a sus vecinos: “Se espantaron los demás, ¿cómo hace eso?... cinco años y ya tengo mi casa de siete por 14 y así empecé. Así lo comencé yo a trabajar”, relata con una sencillez apabullante.

Sus raíces prehispánicas le enseñaron que su hogar y su familia son el principal círculo de enseñanza y de vida, pero eso —dice— se ha perdido y nadie escucha a los abuelos.

Siempre se hizo notar y por eso la comunidad lo nombró tupil (especie de policía rural), luego secretario de agente, juez auxiliar, secretario del comisariado y agente municipal, donde más ayudó a los suyos.

A pedir perdón y dialogar

En la cercanía del solsticio de verano, los ancianos encabezan la tradicional ceremonia del corte, arrastre y siembra del palo de volador, un símbolo de preservación autóctona para rendirle tributo a dios Sol y a la madre Tierra.

La celebración utiliza el palo volador donde se coloca una pequeña base de madera, una cruz y un pivote y cinco indígenas danzarán y tocarán música para rendir tributo a sus dioses. Es para pedir al padre Sol y a la madre Tierra, que se pueda fecundar y les traiga alimentos en la cosecha, que no haya sequías y prevalezca la lluvia.

“Hoy es muy difícil, estamos contaminando el agua; no pensamos hasta dónde vamos a llegar. La tierra hay que cuidarla, el bosque, porque el bosque nos da aire, eso nos da vida”, dice el sabio. La madre naturaleza, afirma, también llora, siempre la maltratamos, pero —aclara— dan más tristeza los hombres que no entienden, siguen tumbando árboles, no siembran y no cuidan el agua.

Cuando el tata Juan Simbrón Méndez sabía que sus días se acababan, llamó a don Gerardo para que lo apoyara a luchar por totonacas. Se negó. Su comunidad está a 16 kilómetros de distancia de la zona arqueológica y tenía ganas de regresar al campo, de levantarse a las seis de la mañana y arar la tierra, cultivar lo que la madre naturaleza le proveía.

Pero que alguien le herede el bastón de mando no era cosa menor. Humilde, aceptó el cargo de jefe supremo totonaca y desde entonces viaja constantemente en vehículos, también utiliza las nuevas tecnologías, como el celular para comunicarse más rápido. Aprendió las cosas buenas, pero también las malas de la tecnología.

“A mí me da tristeza… El aparato es bueno, todos son buenos, pero hay que saber usarlos”, platica. Con el internet se van a perder muchas tradiciones y formas de vivir la vida, lamenta.

A estas alturas de la vida, asegura que las tradiciones totonacas dictan que es necesario organizarse para proteger la madre Tierra y dialogar sobre cómo se quiere vivir.

—¿Sí hay futuro?

—Tenemos futuro porque Dios así nos mandó. Nosotros tenemos que ser abuelos. ¿Por qué? Porque pensamos mejor, queremos vivir mejor, platicar con la gente, pero si nosotros no queremos vivir mejor vamos a perder.

El abuelo regresa con los integrantes del Consejo de Sabios, mira a los lejos la pirámide de El Tajín. Rodeada de 11 campos de pelota, los vestigios de su civilización se levantan imponentes en 18 metros de altura y siete niveles de la obra precolombina mesoamericana.

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