Yitik.— Cuando descendían de una pendiente, los ocho hombres que cargaban el féretro hicieron una pausa. Fue cuando los padres, hijos y esposa del difunto depositaron tortilla, pozol, un tecomate, un par de caites, dinero en efectivo, listones de varios colores, su cepillo dental, un desodorante y una candela para alumbrar el trayecto hacia “la otra vida” a Domingo López González, el alcalde chamula que fue asesinado el pasado sábado.
Dos días después de velarlo en su casa, los familiares del primer edil chamula distinto al PRI anunciaron que lo llevarían hacia su ultima morada: un grupo de hombres cargó el féretro y empezó a ascender hacia una colina con arroyos donde suelen pastar los borregos.
Pascual López, de 95 años, subió a una camioneta Jeep, con el quemacocos abierto, en la que amarraron un retrato del difundo. En él se leía: “19 de noviembre 1957-23 de julio del 2016. Presidente municipal 2008-2010 y 2015-2016”.
Otro grupo de indígenas caminó con varias gruesas de cohetes al hombro, para quemar uno cada dos minutos a partir de que el cortejo salió de la casona.
Desde las montañas, hombres y mujeres subieron a los techos de sus casas para observar a lo lejos la columna de deudos y amigos de Domingo López González, conocido como zetjol (corto de cabeza o cabeza redonda), hacia el cementerio del poblado.
Un grupo de mayoles (policías tradicionales) con radios y macanas, no se despegó de la multitud, mientras un helicóptero sobrevoló varios minutos a la multitud.
Continuamente, los hombres que cargaban el féretro tallado con la imagen de la Virgen de Guadalupe se rotaban para sostener las asas de metal, aunque en momentos parecían trastabillar por el esfuerzo o que realizaban.
Armando López González, hermano de zetjol, ataviado con un chuj (cotón) color negro, dio la orden para que abrieran el féretro y los asistentes pudieran colocar los objetos personales que le servirán a Domingo, en su camino hacia “la otra vida”. La candela, dijo un tzotzil, sería para “la otra mujer de Domingo en la nueva vida”.
Un mariachi, una banda y un grupo norteño no dejaban de tocar sones y corridos, desde que salió el cortejo hasta que llegó al cementerio. Incluso le compusieron un corrido al alcalde cuyo cuerpo fue abandonado frente al palacio municipal.
Los hombres que llevaban el féretro tomaron una vereda que lleva al cementerio, donde los albañiles tenían preparada una fosa decorada con azulejos rosas y murales de la Última Cena, una Virgen de Guadalupe y un Sagrado Corazón.
En la carretera varios indígenas bajaban de los autos cajas de refresco de cola y cerveza para repartir entre la multitud.
Cuando el féretro tocó tierra, los tzotziles lanzaron una lluvia de pétalos de flores. Después fueron abiertos unos costales donde los tzotziles sacaron dos chujes negros y dos blancos (propios para autoridades), un par de caites (sandalias), dos pantalones de la indumentaria tzotzil y ropa de los caxlanes (mestizos): cinco camisas nuevas, playeras, calcetines, pantalones y una chamarra. Uno de los hombres quemó levemente las puntas de las prendas, como dicta la costumbre.
Los albañiles pusieron una cimbra de madera, varilla y alambrón que cubrieron con cemento justo cuando un viento fresco corrió por la cañada.