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Las calles de Illinois son fronteras delimitadas por edificios de concreto perfectamente rectangulares. Ejemplo: en la calle 79 termina Evergreen, un suburbio que sobre la 78 se convierte en la ciudad de Chicago.
La avenida Pulaski las conecta, una de las principales arterias de la ciudad, donde un restaurante mexicano acompaña a un establecimiento de uñas acrílicas, taquerías y más uñas.
Una frontera delimitada por un semáforo lánguido, igualmente gris, recto como Estados Unidos.
Eran las cinco y media de la tarde de agosto de 2012. Hugo Enrique Velasco —mexicano, chaparrito, 40 años— regresaba del taller mecánico donde trabajaba hacía más de una década. Transitar por las calle de Illinois era revivir el cruce sin papeles, había que estar alerta: mirar por la ventana, pelar los ojos, espejear hasta que los músculos se conviertan en una contractura.
“Me detuvieron en la calle 79. Si hubiera alcanzado a cruzar la calle el policía no hubiera podido detenerme, porque habría entrado a Chicago. Estaba en el semáforo, si no me hubiera tocado la luz en rojo. Todo por el pinchi semáforo rojo”.
Hugo Enrique recuerda que fue un fusible el que determinó impositivamente el rumbo de su vida. De cambiar más rápido la luz a verde habría cruzado la frontera invisible a Chicago, donde no se deportan mexicanos.
Cartas desde prisión. “Mi gordita, te extraño mucho y a mis bebés también, siempre me acuerdo de ustedes, de todas las cosas que hacíamos juntos. Yo espero que todas esas cosas podamos hacerlas juntos otra vez.
“Todo esto nos va a llevar a algo bueno, yo confío en Dios y se que va a ser así, nomás tengo que poner mucho de mi parte para que sea así. Los amo mucho, dámeles un besito a mis hijos y diles que su papi los ama mucho.
“Mi gordita espero que me escribas muchas cartas, porque me da mucho gusto. Yo voy a escribirte una cada semana. Pedí unas sandalias para bañarme y venía una carita dibujada en ellas y me acordé que tú siempre pones esas caritas cuando escribes algo.
“Te quiero mucho, mi gordis, no quiero que estés triste mi amor, te quisiera ver sonreír, mi bella linda. Por siempre te voy amar. Te guardo amor eterno”, dice la misiva.
Tras la detención, Hugo fue deportado a México. La única referencia que tenía de ese país es que ahí vivía su madre, a quien dejó cuando tenía 15 años para emigrar a Chicago.
En Acuña, Coahuila —a donde fue deportado—, buscó desesperadamente a un pollero. El pase se cerró con un apretón de manos y mil 500 dólares en efectivo. Sería rápido, por un río, pero apenas subió a la balsa, los polleros se identificaron como gente del cártel de Los Zetas. “Se chingaron, no hay vuelta atrás”, los sentenciaron.
Abandonados, caminaron durante tres días en busca de la Border Patrol. Tantos años de mortificación constante y esta vez la única esperanza de sobrevivir se reducía a encontrar a las autoridades estadounidenses para que los deportaran.
Fue encarcelado en un centro de detención texano, donde pasó casi un año en reclusión. Desde ese día, y aún en Estados Unidos, comenzarían las cartas, las risas, llantos, remordimientos a través de llamadas de larga distancia.
“Te escribo esta carta para pedirte perdón por todas las cosas que te hice pasar. Estoy bien arrepentido de todo lo que hice. No sé si Dios me va a perdonar por haber ofendido a un angelito de él, porque yo decía que eras mía pero estabas equivocado. Tú eres de Dios y yo se lo quería quitar, por eso se enojó tanto conmigo”.
“Tú eres lo único bueno que he tenido en mi vida. Ceci, voy a echarle ganas, mi amor, voy a poner todo de mi parte para poder cambiar mi vida. Me están pasando cosas aquí adentro de la cárcel que afuera no había sentido. Reza mucho por mí para que pueda entender las cosas que tengo que hacer”, escribió durante su reclusión.
En Tijuana. Hugo Enrique vive en Tijuana, en espera de que Cecilia, su esposa, logre conseguir cualquier recurso que lo deje regresar legalmente. Después del último cruce, el matrimonio acordó que él no intentaría regresar sin documentos nuevamente.
Desde sus años de adolescente en Chicago aprendió el negocio de la mecánica, y Tijuana es un buen lugar para conseguir dinero. Vive en una colonia ubicada en las inmediaciones de la garita de San Ysidro, donde muchos mexicoestadounidenses buscan un mecánico que les cobre una fracción de lo que cuesta reparar sus grandes camionetas.
Estar lejos de su familia lo ha orillado a trabajar incesantemente: sabe que una depresión podría hacerlo recaer en vicios del pasado.
Se levanta a las seis de la mañana, prepara su desayuno y se sienta en una pequeña mesita a merendar.
A las siete pasa a un taller mecánico donde repara algunos vehículos que dejó pendientes. A las nueve corre a su segundo trabajo y sigue con labores de carrocería. Regresa a comer. A las 9 de la noche regresa a su casa, se prepara de cenar, habla por teléfono con sus hijos y se va a dormir.
“Ella y yo teníamos un día, los miércoles nos veíamos en un restaurante, El Veneno, es de mariscos, me acuerdo. Era de ella y mío, sin los niños, pues ellos iban al catecismo, era como una cita”, ríe.
Hugo gana unos 5 mil pesos mensuales, vive en un cuarto de vecindad que parece amplio ante la ausencia de muebles.
Una cocinita portátil, siete cucharas de cocina, un microondas, dos sillas para improvisar una salita y un sillón que hace las veces de cama, son lo único que tiene. Ha recubierto una silla con un forro negro que lleva pintado un Jesucristo que carga un siervo.
“A mí me gustaba ir a pescar con mis niños e ir a acampar, es lo que extraño, y cuando cocinábamos; siempre nos gustaba mucho cocinar a todos, nos poníamos de acuerdo y ya ella me decía ‘tráete esto de la tienda’ y cocinábamos”, eso extraña.
En el caso de Hugo, el automatismo del trabajo funciona para mantener los recuerdos y los demonios a raya.