El movimiento leve de la hamaca en el corredor de la casa de Margarito López Vicente le mitiga un poco el bochornoso calor del medio día en el Istmo de Tehuantepec. Descansa a pierna suelta mientras en el lavadero del patio de su modesta vivienda, su esposa apresura la limpieza de camarón y pescado, productos que venderá en el mercado local.
A simple vista, Margarito comete uno de los pecados capitales que enumera el cristianismo: la pereza, pero lejos está de practicar este vicio. Este zapoteca de 54 años, curtido por el sol del trópico istmeño, ríe cuando se le pregunta sobre el mito que rodea a los hombres de esta etnia indígena del sur de Oaxaca: flojos, mantenidos por sus mujeres, viven en las hamacas.
La pereza en los zapotecas es tan irreal como lo es el matriarcado; Margarito ejerce uno de los oficios invisibles en este lugar, la pesca. Para gozar del descanso en su hamaca, este juchiteco se levanta a las dos de la mañana todos los días, y emprende el camino hacia Playa Vicente, zona localizada a tres kilómetros de Juchitán y que forma parte de la Laguna Superior en el Golfo de Tehuantepec del Pacífico.
La faena diaria consiste meterse al mar toda la madrugada, con el agua hasta el pecho; desde las tres y media hasta las ocho de la mañana, cuatro horas y media salando la piel, tirando la red una y otra vez, hasta lograr un puñado de peces, camarones y jaibas para asegurar la venta del día que se traduce en 100 a 150 pesos diarios.
Margarito no se mete solo en el mar, siempre va acompañado de sus amigos Gilberto y Mariano, todos originarios de la Séptima Sección de Juchitán, el barrio de los pescadores. Estos juchitecos no conocen otro espacio de trabajo más que el mar, están acostumbrados a descansar de día y trabajar de noche o de madrugada.
“Nosotros somos auténticos pescadores, siempre estamos en el mar, todos los días. No tenemos vacaciones, no tenemos domingos, no tenemos días de descanso. Cuando hay malos días no hacemos otro oficio. Ya estamos acostumbrados a levantarnos a las dos de la mañana, es duro, pero es lo que conocemos y lo que nos enseñaron nuestros padres, también pescadores”, explica Margarito en zapoteco, mientras enseña orgulloso los camarones en el fondo de la canasta que carga al hombro.
Al llegar a casa, a las nueve de la mañana, los pescadores entregan el producto del día a sus esposas, las encargadas de preparar la venta y salir a ofertarla casa por casa o en el mercado local. Muchas de las veces, las mujeres realizan el tradicional trueque en la plaza con otras comerciantes y cambian el producto del mar por tortillas, pollo y algún otro elemento de la canasta básica.
“Le entrego todo a mi esposa, ella sabe lo que hace y a cuánto lo vende, o si lo cambia por otras cosas. Lo que sé es que en mi casa no falta nada. Lo que pesco nos da para vivir, por eso no puedo faltar un solo día al mar, porque el día que lo hago no hay que comer”, comenta este zapoteca que lleva más de la mitad de su vida en el mar.
Para la escritora Natalia Toledo, originaria del barrio de los pescadores en Juchitán, el mito de los “hombres perezosos” surgió de la mala interpretación que quizá realizaron algunos investigadores o reporteros al enfocarse al estudio de las mujeres en los lugares públicos como los mercados, donde prácticamente acaparan los espacios.
“En este sentido, los hombres no son tan visibles, no tienen una vida pública en los mercados, por ejemplo. Sus actividades comienzan a las tres o cuatro de la mañana para ir al mar o al campo. No se les ve, se les oye. En mi infancia siempre escuché pasar a las carretas por el callejón de los pescadores, entonces yo sabía que ahí iba un campesino rumbo a la milpa a sembrar nada menos que nuestro sustento: el maíz, el ajonjolí, las calabazas, el jitomate”, describe la Premio Nacional de Literatura Indígena.
La poetisa zapoteca también considera invisible el oficio de los hombres que sacrifican el ganado, los matanceros, quienes no se ven porque el trabajo pesado lo realizan también en la madrugada y descansan en el día.
“Los matanceros se escuchan cuando sacrifican al cerdo o al buey sin que los veas en la madrugada. También están los hombres que hacen hamacas desde sus casas, no son visibles en ese sentido. Los compositores lo hacen desde sus hamacas, corredores, etcétera. Los extranjeros o fuereños creen que donde hay hamacas hay gente perdiendo el tiempo. Nada más erróneo”.
A varios kilómetros del mar, tierra adentro, en el rancho Guadalupe, Silviano Ruiz Vásquez descansa también en una vieja hamaca verde colocada en medio de su enramada de palma, con el calor a todo lo que da, aunque apenas sea las 10 de la mañana.
Se levanta cuando su nuera lo llama para probar el atole de elote que preparó con el maíz nativo, xhuba huiini (maíz chiquito), como se le conoce a la variedad que sólo se cultiva en la zona istmeña.
Este anciano de 70 años comienza su día desde las cinco de la mañana, cuando el sol no se despierta enfurecido. Con la poca luz de la luna comienza su recorrido y labor en la parcela que posee y que representa todo su patrimonio. Aun en los malos días se levanta a la misma hora, su cuerpo está acostumbrado.
Durante más de la mitad el año, el sol de la zona obliga a los campesinos a apresurar las faenas, después de las nueve de la mañana es imposible mantenerse por mucho tiempo a campo raso, salvo si los trabajos lo ameritan y el clima es benévolo, entonces trabajan hasta cansarse o hasta que el sol se oculte.
“Es un trabajo pesado. Hay que levantarse de madrugada antes de que el sol nos agarre de sorpresa por la espalda. Desde las cinco ya estamos con nuestras carretas arando la tierra, a las 10 ya terminamos, a veces regresamos por un tiempo, pero seguro el sol no va a dañar mucho. Ya sabemos cuándo comenzar y cuándo descansar”, detalla desde la hamaca mientras se mece.
Silviano, junto con nueve campesinos más, produce desde hace un par de meses en una hectárea de tierra el maíz nativo y seleccionando el mejor grano para mejorar la próxima producción, una especie de selección genética del maíz que les ayudará a competir en el mercado contra el maíz transgénico e híbrido.
El descanso que se ha ganado en su hamaca lo disfruta con una jícara de atole por los buenos resultados que han obtenido con la cosecha de maíz nativo, que demostró ser resistente a la sequía, las plagas y la falta de riego.
Silviano se ríe del mito y la falsa pereza que les atribuyen a los que, desde la invisibilidad, dan sustento a todo un pueblo.