Si a Tomasita Martínez le dieran un hueso de su esposo, sepultado desde hace 10 años en la mina 8 de Pasta de Conchos en la región carbonífera de Coahuila, ella estaría satisfecha y agradecida con Dios. Pero en una década, tanto ella, como decenas de deudos, se ha topado con falsas ilusiones, obstáculos y la negativa general de rescatar los 63 cadáveres que quedaron enterrados el 19 de febrero de 2006, a causa de una explosión por la supuesta acumulación de gas metano asociado al carbón mineral.
“La empresa tiene millones como para no hacer el rescate”, reclama a la entrada de su hogar, en Nueva Rosita, Coahuila, a unos 20 minutos del sitio en donde la explosión cobró la vida de 65 carboneros.
“Estamos jodidos, no podemos hacer nada. La empresa es un monstruo de mil cabezas”, dice sobre Industrial Minera México, la compañía propietaria de Pasta de Conchos que suspendió labores de rescate en abril de 2007, con el argumento de que entre 25% y 75% de la mina estaba inundada y que existía “contaminación bacteriológica” que pondría en peligro a rescatistas, familias y población en general.
Fue en el turno de la noche. La explosión se registró después de las dos de la mañana. Los trabajadores terminaban a las seis de la mañana cuando no trabajaban horas extras, y Reyes Cuevas Silva, de 43 años, esposo de Tomasita, solía silbar cuando iba acercándose a casa.
Ella, para entonces, le tenía preparado un café y el desayuno. Pero esa mañana el minero no llegó. Nunca silbó. “Todavía hay ocasiones que estoy en la cocina y escucho que me chifla”, platica la viuda.
Para muchas viudas y familiares es como si los mineros se hubieran ido a trabajar y simplemente siguieran sin regresar a casa.
Reyes llevaba un año y dos meses trabajando en Pasta de Conchos. Él y Teresita tenían 23 años de casados, cuatro hijos.
“Me decía que ya nomás terminara el turno, buscaría otro trabajo porque no aguantaba el dolor de cabeza. Tenía una semana diciéndome que había mucho gas”, recuerda Tomasita.
En una ocasión el trabajador le reclamó a un ingeniero y éste le respondió: “El que quiera trabajar, si no la puerta está muy ancha”. La necesidad le hizo seguir, como a muchos más. Los sueldos de los mineros de Pasta de Conchos eran variados, oscilaban entre 100 y 250 pesos diarios.
Muestra un retrato de su esposo. Una fotografía en la que Reyes posa con una sonrisa de lado a lado. En la sala de la casa, hay cuatro retratos colgados de los hijos que contrajeron matrimonio. Enlaces que ya no pudo ver. Nietos a los que no conoció.
“Era el mejor, no tenía vicios, de la casa al trabajo y del trabajo a la casa. Esta casa la hicimos juntos. No era albañil pero decía que si se ponía a pagarle a alguien no saldría y él la construyó de a poquito, por eso nadie me saca de aquí. Por eso no puedo estar conforme, porque no he visto nada de él”, dice.
En junio de 2006, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) emitió la recomendación 26/2006, en la que acreditaba la violación de las garantías individuales de los mineros, al demostrarse que la empresa no contaba con las medidas básicas de seguridad en la mina, omisiones que, se comprobó, conocía la delegación federal del Trabajo en el estado de Coahuila.
El 5 de octubre de 2007, el Foro Consultivo Científico y Tecnológico, dependiente del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt), desaconsejó cualquier intento de rescate luego de cuatro meses de supuesta investigación, con el argumento de que el ingreso de personal comprometía “significativamente” su seguridad e higiene, así como su integridad física.
En noviembre de 2008, un grupo de viudas y familiares decidió emprender un rescate independiente en los terrenos de San Juan de Sabinas, abandonado por la empresa y el gobierno. Tomasita fue una de las personas que bajó a la mina.
“Estábamos a un pelito de llegar a donde estaban”, dice.
Ingenieros de Industrial Minera México observaban el rescate de los familiares de trabajadores.
A la distancia, Tomasita piensa que les faltaba poco para dar con los mineros porque, días después, la empresa, con ayuda de la policía estatal de Coahuila, sacó a toda la gente. “Un señor me habla y me dice que hay un montón de patrullas estatales que tomaron la mina, y sí, ya estaba todo rodeado. Siempre traigo en la cabeza que ellos veían lo que hacíamos y a la empresa no les pareció que fuéramos a descubrir todo”, cuenta.
Tomasita también está convencida que el ex gobernador Humberto Moreira apoyó y dio la orden para desalojar a las familias. “Dinero llama dinero. Nosotros estamos jodidos, no podemos hacer nada pero todo en este mundo pagamos”, reflexiona.
Además, el gobierno estatal entregó ilegalmente 65 actas de defunción. Sin tener los cuerpos, sin saber la causa real de la muerte y con errores en cada documento. “Por ignorancia la tomamos”, recuerda. También porque para arreglar cualquier papelería, cualquier requisito burocrático, les exigían el acta de defunción del familiar.
Al esposo de Tomasita le pusieron más edad y que vivía en Palaú, otro poblado de la zona. “Han sido años muy difíciles”, enfatiza. La pensión es muy baja: apenas 2 mil 130 pesos al mes. “Hay compañeras que ganan un poco más. Fue muerte por accidente y debe de pagarse el 100% y a nosotros no”.
Menciona que se puede seguir viviendo, pero siempre hará falta el padre de sus hijos.
Hay ocasiones, a 10 años de la tragedia, que recuerda esos momentos en que nombraban a su esposo como uno de los atrapados en la mina: ¡Reyes Cuevas Silva!
“No te haces a la idea. Escuchabas los nombres y no lo podías creer. A veces no lo puedo creer”.