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La celda de la penitenciaría de Tijuana transforma sus pisos jaspeados de mugre en una pista de cabaret, embriagando a las reclusas del pabellón, con el Aunque venía llorando mis alas levanté. Ella, trata de menguar la voz ronca y acomodarse esa larga melena naturalmente rubia. Sólo de noche ese pants de algodón tan gris como los muros de su encierro, es un vestido color turquesa, que combina con esos ojos azules naturales. A media luz, vuelve a ser Patricia, una mujer de un metro 80 que canta.
Y su espectadora, una traficante de metanfetaminas, arde. La piel blancuzca de reclusión se le vuelve amarilla; la hepatitis C le cobra el delito. Patricia se zigzaguea delicadamente, como si bailar evacuara la calentura de la enferma.
Aquí estoy, vengo desde muy lejos/ el camino fue negro pero aquí triunfé/ me arrastré, viví todos los cambios y aunque venía llorando mis alas levanté/Mariposa de barrio.
Pero Patricia también está cansada. Sida cruel. Patricia está muriendo dentro de la penitenciaría acusada de prostitución.
—Sí, ella era transexual. Me cuidaba, me decía que yo no estaba como ella. Que ella iba a morir y yo no. Quería que yo alcanzara a ver a mis hijos. Que éramos unas mariposas, pero que aún éramos como un gusanito y que haríamos metamorfosis y nos íbamos a convertir en unas mariposas— recuerda la espectadora, Yolanda Rocha.
Patricia sabía que volarían a lugares distintos. Dos años después, Yolanda alcanzó a ver cuando se llevaron a su amiga. La internaron en el psiquiátrico del penal y ahí la encerraron para morir.
—Fue la única persona que creyó en mí; le prometí que nunca me iba a olvidar de ella— dice.
Yolanda fundó 17 años más tarde el albergue Jardín de las Mariposas, un refugio para la comunidad Lésbico, Gay, Bisexual y Transgénero (LGBT), con adicciones o enfermedades. Además, es el único refugio que recibe a todos aquellos deportados transexuales, homosexuales que son echados de Estados Unidos.
En México no existe otro jardín igual: para las mariposas que emigraron cuando las flores murieron.
El jardín
Es un refugio cerca del centro de Tijuana, una casa amplia en una zona lujosa de la ciudad. Está ahí porque nadie quiso rentarle a Yolanda un lugar que albergara homosexuales. Fue una transexual la que lo hizo. —He ido encontrando a Paty en todo este camino— dice Yolanda y hay silencio.
Esta mañana cuatro jóvenes, no pasan de los 30 años, cocinan. El olor del café impregna todas las habitaciones del Jardín de las Mariposas. Suenan fuerte algunos éxitos pop del momento. Por ahí tararean, llega como susurro de viento.
La historia del albergue y centro de rehabilitación comienza en 1998, cuando Yolanda sale de prisión; tras cinco años cumplidos, logró la reducción de 15 años en su condena. La mujer que había intentado traficar 200 kilos de marihuana y metanfetaminas a Estados Unidos, enfrentaba otra pena: recuperar a sus hijos.
—Cómo es la vida, salí a recuperar a mis hijos, estaban en Los Angeles. Entonces me di cuenta de que mi hijo grande era gay. Siempre digo que por algo suceden las cosas, yo nunca lo imaginé; más tarde, mi otro hijo me confesó que también es gay.
Ha podido ver, sentir cómo sufren. Una comunidad vulnerable, marginada, rechazada. Es injusto, dice, porque son seres maravillosos que no decidieron ser quien son. “Por algo suceden las cosas”, repite, porque si no hubiera conocido a Patricia, tal vez no hubiera desarrollado esa sensibilidad con sus hijos.
Aunque fue hasta 2013 cuando Yolanda y su hijo Jaime decidieron regresar a México. Dejaron la comodidad de vivir en Estados Unidos, decididos a abrir un centro de rehabilitación y albergue para la comunidad LGBT.
—Cuando yo le dije a uno de mis amigos que también había estado en prisión por drogas y “quiero abrirlo sólo para la comunidad”, me contestó: “Cómo que sólo para ellos, cómo te atreves si sabes que son bien problemáticos, vas a meterte en problemas, tienen doble estigma. Aparte de ser adictos son homosexuales”— por eso pensó. Yolanda mira con la cara vacía.
El gran varón
Jaime es alto como un mástil. Un joven tímido al que le es difícil sostener la mirada. Acerca dos sillas a una sala vacía, el punto de reunión para las sesiones de rehabilitación. Es un cuarto amplio, y penden de sus paredes cientos de mariposas de colores hechas con fieltro y alambre.
Es el hijo mayor de Yolanda, quien a su regreso le diría sin tapujos que era homosexual. A sus 15 años, y tras haber pasado una niñez de infierno, abusado por sus compañeros afroestadounidenses. “Porque imagínate, era homosexual y latino, doble estigma”.
Aunque tal vez lo peor eran los momentos en que sus tíos cantaban explícitamente, sonriendo un poco malignos, como quien se imagina una venganza. Simón, Simón, el gran varón, turu, turu.
—Imagínate a esa edad, no entiendes qué está pasando. Había un clima muy hostil, era muy difícil porque también vivía la discriminación del idioma, me decían mojado, se me notaban los dengues de mi personalidad. Viví mucha discriminación.
—Yo no nací, no elegí ser así, y es muy raro porque no te sientes normal, sobre todo porque hay muchos prejuicios dentro de la familia, creces temeroso.
Durante muchos años Jaime pensó que su destino fatal sería acabar como Simón, el protagonista de una canción, transexual que murió de Sida.
En la sala de un hospital/De una extraña enfermedad murió Simón/Es el verano del 86 al enfermo de la cama 10 nadie lloró/Simón, Simón.
Mario
Mario se llama. Es delgado, muy blanco de mejillas rosadas. Hace tres semanas se enteró que era portador del VIH. Dice que estas noches el concepto de la muerte está presente por primera vez en su vida: siempre soñó que algún día sería veterinario.
El joven de 27 años se prostituye desde los 14. Su madre lo dejó para ir a vivir a otro lugar. Se quedó solo y sin comida. Creció en la zona norte, conocida por ser punto de prostitución y trata de mujeres, hombres y niños en la ciudad.
—Me sentía mal, mi mejor amigo me dio a probar el chemo, spray que me vendían en las ferreterías. No tenía comida ni nada. Entonces él me dijo que sabía de hombres mayores que querían niños.
Comenzó a prostituirse en un parque de la ciudad El Teniente Guerrero. No necesita pensar mucho para recordar los detalles: un cincuentón de panza poderosa, papada prominente y grasosa, lo llevó a su casa en una colonia de gente adinerada. Lo recogió en un auto convertible color rojo. Eso nunca se olvida.
—Me lastimaba mucho, era muy violento. Al principio me pagó 500 pesos. Después sólo 70 pesos— dice.
Mario se contagió de VIH porque algunos hombres le pagaban 30 pesos más por tener sexo sin condón. Hoy el recuerdo que más duele es aquel de esas noches en que con la luz apagada, lo penetraban, y él lloraba en la oscuridad.
Desde hace cuatro meses está limpio, ha empezado a recibir su tratamiento para la enfermedad, y ocupa una de las habitaciones del Jardín de las Mariposas, con su novio, otro joven con VIH que conoció cuando ambos se prostituían.
Yolanda Rocha dice que en todos ellos ve a su Paty, y a pesar del estigma, la discriminación seguirá ofreciéndole un espacio a todas las mariposas.