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Los Ángeles
Es 15 de septiembre y llueve. En Tijuana nunca caen tormentas, pero hoy las gotas de agua pegan como granizo. La garita para ingresar a Estados Unidos luce inusualmente vacía. Hasta los vendedores de garnachas están sorprendidos.
A diario unas 22 mil personas se forman para pasar, lo que vuelve el cruce caótico y exasperante. Esta tarde apenas hay cuatro hombres que se refugian en un puesto de nieve. El sudor se camufla con los chorros de agua que caen del techo, sus lágrimas también se pierden.
Las puertas giratorias de fierro chocan unas contra otras y simulan el sonido de cornetas tibetanas, que anuncian que algo va a empezar: a José Ortiz —michoacano, morenito, 33 años— se le congela la sonrisa. “En mi casa no saben que voy para allá, como no sé qué va a pasar, prefiero que sea sorpresa”.
Le tiemblan las manos. Parpadea rápidamente. El corazón late rápidamente como caballos desbocados; un hoyo en el estómago. Las manos siguen temblando. Y José aguanta para no colapsar de nervios.
Hoy regresa a su hogar: una pequeña casa localizada al este de Los Ángeles, pero está de no creerse: fue deportado hace dos años cuando manejaba rumbo a un Mc Donalds en Fontana, California, tras dos décadas de vivir en ese país.
“Imagínese, ¿quién regresa a Estados Unidos y por la puerta grande?”, dice José, quien camina lentamente mientras el agua empapa el suéter gris con zíper rojo, y unos jeans tan húmedos, que se han vuelto negros.
A su lado caminan Jesús Gutiérrez, originario de Hidalgo; Carlos Ramírez, tijuanense y un jovencito llamado Miuler Peñalosa, de 25 años y originario de Guerrero, casi no habla español, llegó a Estados Unidos cuando era niño.
Se paran en las puertas giratorias, ya han atravesado el monumento que dice: “Límite de México con Estados Unidos”. Los cuatro se abrazan para la foto: si todo sale bien se convertirán en mexicanos deportados que regresarán legalmente luego de una expulsión.
Se tensan, quieren reír, gritar pero se contienen: del otro lado de los tubos blancos que dividen dos países hay cinco agentes migratorios, que ven con desgano la escena. Los mexicanos le dan la cara a los policías y el primero en empujar la puerta que gira es Miuler.
Grita, chifla, levanta las manos, los demás migrantes que regresan lo miran con recato, apenas sonríen. En México su padre llora: “no lo puedo creer, no sabes todo lo que pasamos, fue una lucha”.
Cuando los agentes migratorios hacen la pregunta oficial: “¿a dónde van?”, piensan, pero no se atreven a contestar, porque aun estando adentro no lo creen: “regreso a casa”.
Prácticas ilegales
Desde el tercer piso de un edificio en la Quinta Avenida en la ciudad de San Diego —de las más caras de Estados Unidos— se ve la bahía con sus yates de lujo aparcados en el muelle. Aquí se ubica la Asociación de Libertades Civiles Americanas (ACLU, por sus siglas en inglés).
Ana Castro, vocera de la organización, una mujer de voz dulce y que siempre mira de frente, no se limita en decir: “no existe en todo Estados Unidos una demanda de este tipo”. Han logrado lo que ese 15 de septiembre, José y los demás deportados no asimilaban.
Reunificar a 19 familias, luego de que uno de sus integrantes fuera obligado a firmar su deportación voluntaria por la Patrulla Fronteriza o Agencia de Inmigración y Aduanas de Estados Unidos (ICE, por sus siglas en inglés).
La historia de cómo estos mexicanos regresaron comenzó en 2009, cuando tres estudiantes fueron deportados en la estación del tren ligero. Pese a ser menores y sin notificar a sus padres, en horas, fueron expulsados a Tijuana.
“Hay indocumentados que no tenían acceso a un abogado, sin tener acceso a una llamada, algo pasaba en la manera en que se administraban estas deportaciones”, explica.
La ACLU detectó que cuando los inmigrantes estaban detenidos por las agencias migratorias se les proporcionaban formularios en inglés o que eran engañados con la promesa de que desde México podrían arreglar sus papeles para regresar a Estados Unidos.
“Tomó tiempo encontrar personas que calificaran con el perfil, fue un trabajo nuevo, las peleas de inmigración se enfocaban en las personas que estaban en Estados Unidos. Este caso era algo diferente porque fue pelear por los derechos de las personas que ya habían sido deportadas”, dice.
Muchos expertos en leyes pensaban que iban a fracasar porque las cortes estadounidenses nunca aceptarían que los migrantes indocumentados también tenían derecho a un debido proceso, como lo alegaba la ACLU, que estaba convencida de que estas personas tenían todo el derecho a regresar y pelear sus casos.
Así que en junio de 2013 presentaron la demanda bajo el nombre “López Venegas”, fue la señora Isidora, una maestra y estilista mexicana quien encabezó la demanda, que tiempo más tarde ganaría en los tribunales.
Actualmente 19 personas se han acogido al acuerdo, el cual permite regresar a aquellos que fueron orillados a firmar su “salida voluntaria”, es decir, obligados por alguna de las agencias.
Regreso a casa
Son las 10 de la mañana en Fontana, California, localizada al este de Los Ángeles. EL UNIVERSAL acompañó a José Ortiz en su trayecto de regreso a casa. Todos los miembros de su familia lo acompañan, sus dos hijos, padres y esposa.
No lo creen, incluso su madre, Amelia, se enteró de que regresaba a Estados Unidos hasta que llegó a su casa. No ha parado de llorar, desde que su hijo se postró en la puerta. José no durmió, ni siquiera podía cerrar los ojos, dice, apenas empieza a procesar lo que vivió.
Doña Amelia le preparó tortillas de maíz a mano. “Cuando entró, me espanté, yo estaba acostada, la verdad me dio mucho gusto, lo abrazaba y lo volvía a abrazar porque no podía creerlo. Gracias a Dios aquí está con nosotros, porque para mí es un milagro de Dios”, llora y se aprieta el pecho.
José recuerda que se enteró de la existencia de Isidora López, por un anuncio que salió en la televisión donde invitaban a acercarse y presentar su caso. Guardó el número de teléfono y rápidamente se comunicó.
“El viernes 21 de agosto me hablaron de ACLU, tardaron 45 días en responder que podía regresar a Estados Unidos. ‘Estás calificado’, y a llorar, se me salieron solitas las lágrimas. Sentí bien bonito, no me revisaron no me preguntaron nada, entré por la puerta grande”, dice.
Todos se abrazan, ríen, hacen nuevos planes. Sus niños corren por el patio de la que será su nueva casa, en Estados Unidos. La casa que creen, nunca debieron dejar. Saben que será difícil, comenzarán de nuevo, pero todo lo que venga vale la pena.
Otro de los 19 que regresaron es Arnulfo Santana, quien es originario de Nayarit, pero que desde 1986 llegó a Estados Unidos. Él fue deportado cuando salía a trabajar a las 6 de la mañana, en agosto de 2013, y obligado a firmar su deportación voluntaria.
Está sentado en el patio de su casita móvil en San Bernardino, California. Comparte un escalón con su esposa Soledad. Cuando le avisaron que le había ganado al gobierno de Estados Unidos le pidió a su hermana que lo llevara a la garita de San Ysidro porque regresaría .
—Ay, no creo, Arnulfo; mira, te voy a esperar aquí en el restaurante cruzando la calle, para que comamos juntos —le dijo desconfiada.
—No, hermanita, yo ya voy de regreso a mi casa —le contestó.
“Cuando le llamé y le dije que ya había cruzado, me dijo que quién le iba a hacer los chilaquiles en Tijuana”, recuerda; cuando cruzó se dijo ‘ahora sí entré por la puerta grande’, y no como aquel 1986 en que se cruzó por los cerros pelones de la frontera.
Don Arnulfo recomienda a todos aquellos que pasaron su situación, que se acerquen a la CNDH o que llamen a la ACLU para saber si son candidatos a acogerse al acuerdo López Venegas. Será difícil regresar, pero los migrantes en Estados Unidos han pasado por tanto, que sólo será una batalla más.