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El predio es enorme. Unas dos hectáreas escondidas a dos kilómetros del Centro de Reinserción Social de Torreón con cerros de arena, arbustos; maleza por doquier y rastros de mezquite quemado. Hay una finca abandonada tapizada de grafiti. En un pedazo de tierra hay ropa vieja, basura, leña carbonizada. A lo lejos, más dunas, más matorrales y árboles.
Son las 10 de la mañana de un sábado. María Concepción Peralta, varilla y pala en mano, escarba en un rincón del predio. Lleva cubre bocas, gorra, paliacate al cuello y chamarra para protegerse de los casi 40 grados que azotan La Laguna.
“¡Aquí hay restos!”, grita.
Un grupo de familiares de desaparecidos que escarbaban, tragan saliva y van con María Concepción. Y es verdad, hay huesos. No saben si de animal o de humano, pero hay huesos. Un agente del Ministerio Público que acompaña a las familias en la búsqueda se acerca. Los toma con guantes y observa.
“Yo tomé el mismo curso que ustedes”, justifica el ministerial ante el desconocimiento, “pero parece que sí”. Les toma fotos y pide a un policía estatal que carga un rifle de asalto que vaya por unas bolsas. Guarda los restos.
Son los primeros huesos —de animal o humano, no saben— que hallan en esta búsqueda, pero el predio es enorme.
Detectives amateur
Desde enero de este año, un grupo de familiares de desaparecidos pertenecientes al Grupo Vida de Torreón, hastiados de la nula investigación de las autoridades, emprendieron un ejército propio de búsqueda. Cada semana acuden a algún terreno solitario o ejido lejano de La Laguna y apolillan sus suelas buscando por fosas, indicios de masacres, restos óseos.
María Concepción Peralta, la mujer que hace unos minutos alertó sobre la presencia de restos, es la segunda vez que acude a las búsquedas ciudadanas. Jorge Alberto Grana Peralta, su hijo, desapareció el 16 de septiembre de 2011 en el ejido La Partida de Torreón, el mismo rancho de donde es oriundo el futbolista Oribe Peralta.
“Mamá, le dices a mi papá que pase mañana por mí para irnos a trabajar”, fue lo último que escuchó de su hijo al otro lado del teléfono. Jorge Alberto trabajaba en una fábrica de agroquímicos y vivía con su novia en el ejido La Partida. Tenía 27 años cuando ya no se supo más de él.
Aquel día de la desaparición, una hermana de María Concepción le previno que su hijo andaba con otro muchacho paseándose en moto.
Ahí había un mentado punto de droga y no querían que nadie hiciera ruido. No querían que llamaran la atención y andaban estos con la moto. Me dicen que los siguieron hasta que llegaron a una casa baldía y ahí los tumbaron. La gente del barrio vio. Unos me dicen que a mi hijo y al muchacho los mataron ahí, otros que los subieron a una camioneta y les pegaban con tablas y los escuchaban llorando- relata la madre.
Lo único cierto es que no lo ha vuelto a ver. Le recomendaron que fuera al punto de venta de droga y encarara a las personas. En un país donde todos pueden llegar al lugar de venta de droga menos la policía, María Concepción preguntó ahí por su hijo.
-¿Dónde dejaron a Jorgito? –inquirió la madre.
-Nos estaban atorando con un cuerno de chivo… pero mire, hace 20 minutos pasó el jefe, hubiéramos hablado con él.
No denunció porque pensó que podrían desquitarse contra sus otros dos hijos. Hace apenas tres meses -cuatro años después- interpuso la denuncia en la Procuraduría General de la República y la Procuraduría General de Justicia de Coahuila; esta última ha contabilizado cerca de mil 600 desaparecidos en la entidad, aunque organizaciones como Grupo Vida y Fuerzas Unidas por Nuestros Desaparecidos en Coahuila (Fuundec) dudan de las cifras.
María Concepción cree que su hijo está vivo. Le han dicho que lo han visto en una camioneta. A la vez titubea porque asegura que su hijo la quiere tanto, que ya hubiera intentado buscarla o al menos aventarle un papel en la casa.
Jorge Alberto desapareció y dejó a dos hijos que hoy tienen nueve y siete años, Adán y Roberto. A ellos les dice que su papá está en Saltillo trabajando en un lugar lejano. A veces le preguntan si su papá está con los soldados y ella contesta que sí. “Por eso cuando pasan les digo ‘adiós cuiden a mi papi’”, le suelta un nieto. Un psicólogo que la atiende le recomendó que les diga la verdad.
-En mi casa no lloro para nada no quiero que mis hijos me vean caída. La mitad de mí dice que está bien y la otra mitad que no.
“A mi hija la engancharon”
Las familias escudriñan en una finca abandonada, pintarrajeada; sin puertas ni ventanas. Por dentro hiede a estiércol de ave.
-Esta casa se me hace muy sospechosa –dice María de la Luz López, madre de Irma Lamas López, desaparecida en Torreón el 13 de agosto de 2008 cuando tenía 17 años.
Las familias -hombres y mujeres, ancianos y adolescentes- escarban con una pala en los rincones.
-Allí hay unos huesos –lanza un buscador. Esos son de ave –corrige otro. Y continúan hundiendo la pala. No encuentran nada.
Siguen por el sendero del enorme predio. Unos se desvían por un tramo, caminan entre ramas, maleza; otros siguen el camino de tierra. Los segundos se topan con una identificación de un guardia de seguridad privada: Nevárez Hernández Hisidro. Oficial de seguridad. Vigencia 31 de diciembre de 2013, se lee en el gafete. Toman fotografía y guardan la credencial. Hay otro documento: Balderas Aran José Santos. También guardia de seguridad. “Hay muchos guardias desaparecidos”, dice un explorador. Hallan también una tarjeta bancaria. Sin embargo, las autoridades judiciales omiten levantar esos objetos. Las familias sí. “No quieren levantar casquillos o ropa, nomás los restos óseos. Estuvimos en México y los peritos argentinos nos dicen que eso es un error garrafal”, critica Silvia Ortiz, una de las precursoras en Coahuila de las búsquedas ciudadanas. Es también mamá de Silvia Stephanie Sánchez Viesca Ortiz “Fanny”, desaparecida en Torreón hace 10 años.
Camino a lado de María de la Luz, Lucy, una mujer de piel cobriza y sonrisa afable. A su hija, asegura con la mirada fija en la tierra, la engancharon. Una amiga la invitó a trabajar prometiéndole mucho dinero y ya no supo de ella.
Lucy investigó y dio con la supuesta amiga. Ella dijo que había dejado a su hija en la central de autobuses. Puso la denuncia en la Procuraduría de Justicia y la mujer dijo lo mismo. Días después dejaron de atenderla en el Ministerio Público. “Iba y les dejaba todo lo que investigaba. Llevaba pistas, nombres, las llamadas que habían entrado y salido del celular de mi hija. No me atendían”.
Lucy se acerca a unos arbustos e interrumpe el relato.
-Lic, se me hace que estos sí son de humano –le dice al funcionario de la Procuraduría de Justicia.
El funcionario observa el hueso.
-No, fíjese el tamaño de la mandíbula, la de nosotros no está más grande –explica.
Las familias se vuelven expertas en búsqueda y sospechan de todo lo que se encuentran. Hunden varillas en la tierra para revisar la profundidad. Si se hunde toda, puede ser que allí hayan cavado. Y cavan con la pala. Cuando encuentran un resto no lo toman con las manos. Los ojos están más despiertos y están aprendiendo a diferenciar restos de humanos con restos de animales. Cargan con radios para estar en comunicación. “Es la necesidad de encontrar”, resume Silvia Ortiz.
También se han vuelto expertos en conocer el modus operandi de algunos grupos criminales. “Vamos para tal ejido, analizamos quién era el jefe de plaza y decimos ‘no, allá es área de aventados’. Vamos para Francisco I. Madero, pues allá era la gente de ‘el borrado’, allá los quemaban. Es información que hemos acumulado”, ahonda Lucy.
Las familias buscan a sus hijos, no culpables, simplemente porque saben que la autoridad no hará nada. Lucy lo sabe. Cinco años después de desaparecida su hija, fue a Saltillo y conoció a un funcionario de Províctima quien le ayudó a pedir el expediente de su hija en la Procuraduría de Justicia. “Nomás dieron la denuncia. ‘Es lo que hay’, dijeron. De lo que llevé nada, lo desecharon, ningún avance. Nada”, recuerda la madre.
Volvieron a citar a la muchacha que enganchó a su hija y negó conocer a Lucy y a Irma. Desde entonces, otra vez, ni una pista, ni una llamada. Nada.
-Hay muchas mamás que buscan a sus hijos, no podemos cerrar los ojos a decir que no hay muertos. Yo siempre vengo con la fe que a la que voy a encontrar no es mi hija, pero si ya me toca, al menos tenemos tranquilidad, paz. Es para darles paz a muchas familias que no la tienen.
La mayoría de la gente que acude a las búsquedas, tiene esperanza en que sus hijos estén vivos. Cuando hablan de la edad de sus desaparecidos, en ocasiones mencionan que tenía, otras que tiene y otras más que tendría tantos años: la incertidumbre escupida en la conjugación verbal.
Lucy sigue hurgando en arbustos. Encuentra un brasier.
-No me gusta cuando veo brasieres –lanza mientras se inclina hacia un arbusto.
Sigue escudriñando en el enorme predio. No localiza nada.
El silencio de la sociedad
Las búsquedas de las familias por encontrar a sus seres queridos desaparecidos, es también reflejó del silencio que guardó la sociedad. Casi todas las zonas y lugares a los que acude el Grupo Vida, son porque alguna persona les comentó que en ese sitio mataban gente, o llevaban a gente secuestrada, o veían camionetas sospechosas, o escuchaban los gritos de gente pidiendo auxilio.
En el ejido Patrocinio de San Pedro, Coahuila, las familias hallaron en mayo pasado bolsas con restos quemados, osamentas, esposas, tambos con agujeros. “Ahí fue un panteón clandestino, una zona de cocina”, cuenta Lucy. Las familias llegaron hasta el lugar, ubicado a más de una hora de camino desde Torreón, a unas seis horas hasta la frontera en Piedras Negras, porque varios chiveros les aseguraron que en el sitio hubo “miles” de muertos, que había hasta 80 tambos donde quemaban a la gente. “Diario veíamos que pasaban con gente amarrada. Llenaban toda la noche los tambos con muertos”, les aseguraban. “Yo los llevo donde están los tambos”, añadían. Y en su momento no dijeron nada. Callaron.
En la búsqueda de Patrocinio acudieron forenses de Saltillo y México, encontraron también ropa y zapatos de niños. Un testimonio les aseguró que allí había familias completas que eran sacrificadas.
En febrero, durante las primeras búsquedas, el grupo encontró el cuerpo de una mujer estrangulada entre arbustos; en las faldas del Cerro de las Noas, a unos 500 metros del panteón municipal de Torreón.
En marzo, a espaldas de un lugar conocido como Cerro Bola, a la altura de la carretera Torreón-Saltillo, el grupo halló tres cráneos. “Fuimos a ese lugar porque una persona nos dijo que tenía como dos años que los veía ahí. Es un silencio que guardó la sociedad y eso duele mucho, muchísimo”, narra Lucy. “Es una frustración”, cuenta Silvia Ortiz.
Después del hallazgo de los cráneos, un chivero les dijo: “Las voy a llevar donde está una muchacha ahí tirada”. “¡Cómo, una muchacha tirada!”, exclamaron las madres de desaparecidos. “Sí, duró como tres años, ahí debe estar todavía”, les afirmó.
Fueron al lugar donde supuestamente estaba la muchacha muerta, cerca de la carretera a Saltillo. Llegaron y ya no había nada. Preguntaron a otro señor sobre el cuerpo y les afirmó que sí, que yació entre los arbustos una muchacha muerta. “Oiga y quién la levantó”, preguntaron las familias. “No, nadie, ahora cuando pasó el agua se fue todo… los últimos huesos”, respondió el lugareño. El cuerpo se desvaneció frente a los ojos de la gente.
-¿Por qué no denunciaron? – reclamó Lucy con el cuerpo crispado y lágrimas de frustración. Su mamá la ha de estar esperando –siguió.
-Es que es nuestro pellejo, señora. Aquí andaban los mismos malos–le respondió el señor.
Lucy pensó, piensa, que pudo haber sido su hija. “Tres años vieron el cuerpo, primero vestida, luego deshaciéndose, ahora sí que duele hasta los huesos”, lamenta la madre.
***
Cruz Martín Batres Ramírez, de 24 años entonces, desapareció el 10 de noviembre de 2012. Se presentó a su trabajo en Peñoles y desde entonces ya nadie supo de él. “Dicen que sí salió del trabajo. Hay un video donde se ve que entra pero nunca me mostraron cuando salió. Los amigos dicen que sí”, cuenta su padre, Martín Cruz, 52 años.
El padre platica que nunca ha dejado de buscar a su hijo. Perdió su trabajo porque pidió 15 días de vacaciones para emprender la búsqueda. Cuando regresó a laborar, le dijeron que mejor ya no volviera.
A los ocho días de desaparecido puso la denuncia. “Le meten a uno mucho miedo. En la ciudad se vivía mucha matanza, balaceras y te dicen que si pones denuncia te van a balacear”, cuenta Cruz. Apenas hace cuatro meses, después de dos años, recibió amenazas por carta donde le advertían que le harían daño a su esposa si seguía buscando. “Le pregunté a mis hijas y a mi esposa si le paráramos o le seguíamos”. La familia siguió. Tiene un nieto de ocho años que pregunta por su padre.
En 2013 le dijeron a la familia que habían visto a su hijo en Delicias, Chihuahua. En el corte de chile preguntaron por él y algunos le aseguraban que sí lo habían visto. “Nunca lo encontramos, no sabemos si lo tienen trabajando a la fuerza o qué”, se pregunta Cruz Martín.
Por eso optó por unirse al Grupo Vida y realizar sus propias búsquedas. En el Ministerio Público nomás nunca avanzaron en la investigación. Cruz Martín aportó pistas, teléfonos, contactos y nada. Tiempo perdido. “Y ahora qué me tiene”, le cuestionaban los investigadores cuando acudía a la Procuraduría de Justicia. “Todo está en pausa”, se queja.
Lo mismo ocurre con los restos que las mismas familias han localizado. A la fecha la autoridad coahuilense no ha informado nada sobre los cráneos y fragmentos óseos encontrados durante las búsquedas. Silvia Ortiz, mamá de la desaparecida Fanny, siente que es como si desaparecieran dos veces a un desaparecido: “Lo sacamos de la tierra, se lo llevan a la morgue y quizás lo vuelven a poner en otra tierra, en la fosa. No sabemos nada”.
Al siguiente sábado, en otro predio enorme, cerca del lecho seco del río Nazas que divide Torreón de Gómez Palacio, las familias encontraron, un metro bajo tierra, un esqueleto completo.