María de Jesús Vázquez no se interesa por otra cosa que no sea el olvido. Ella busca por todos los medios deshacerse de aquel ruido en su cabeza que fue lo último que escuchó cuando detonó la granada en la Plaza Melchor Ocampo, a unos metros de donde estaba.

“Nunca he olvidado aquel estallido. Fue como un cuete muy fuerte, muy cerca”, señala. Toda la plática que sostiene es con base en ese ruido y lo que vino después. María de Jesús habla como si estuviera en trance.

“Lo peor del caso es que no hay a quién echarle la culpa y ahora hasta los que supuestamente fueron los responsables ya salieron de la cárcel”, dice apretando los labios.

Ella era enfermera, sabe del dolor más de lo que quisiera, así como de medicamentos, agujas, sueros y sangre.

En su carrera le tocó ver de todo. Desfigurados, enfermos terminales, amputados, balaceados, y los horrores que pueden aparecer en un hospital; sin embargo, nunca pensó que sería uno de ellos.

De hecho ella trabajaba no en uno, sino en dos hospitales de la ciudad y era una buena enfermera a quienes sus antiguos patrones reconocieron siempre por su eficiencia y dedicación.

Cuando sufrió el accidente en la Plaza Melchor Ocampo, ella se negó a ser atendida en el IMSS, porque sabía, dice, que ahí “la política es siempre amputar antes que salvar un miembro” y ella llevaba la pierna izquierda destrozada por las esquirlas.

Recurrió entonces a la clínica particular en donde trabajaba y ahí le pudieron salvar la pierna por unos años más, hasta febrero pasado, cuando después de múltiples operaciones, las pequeñas pero peligrosas astillas de metal de la granada que explotó cerca de ella, terminaron por ganarle la batalla y tuvieron que amputarle el miembro.

El cambio de roles en su vida es algo que nunca olvidará, porque también quedó en la calle solventando los gastos de sus operaciones, ya que el apoyo de sólo mil 500 pesos que le asignó el estado para cada mes desde ese entonces, no le alcanza más que para comprar gasas y algodón, aseguran sus familiares.

Hoy tiene miedo. De un tiempo a la fecha se le ha metido la idea de que pudieran venir a buscarla a su casa los presuntos Zetas que el gobierno federal encarceló por casi siete años como los supuestos autores materiales de la tragedia y luego, recientemente, liberó por falta de pruebas.

“No sé si fueron ellos. Yo no los vi. Nunca me llamaron a testificar, a lo mejor porque ni podía. Sólo sé que ahora estamos como al principio. Nadie pagará por lo que nos hicieron, por desgraciarnos la vida”, remata.

Los temores. David Reyes y Ana María González son otra pareja damnificada. Ambos tienen esquirlas en el cuerpo, en mayor número en las piernas, lo que les impiden andar con normalidad. David siente un hoyo en el estómago cuando se entera de que alguien ha perdido una parte del cuerpo debido a estos artefactos.

“Dicen que esas cosas viajan en el cuerpo a capricho, y que en una de esas se meten a un órgano importante, a un tejido o un hueso”, menciona mientras mira la herida de uno de sus pies que no ha dejado de supurar desde hace seis años. El médico le ha dicho que necesita una nueva operación y que la única forma en que deje de expulsar sangre y pus, es amputándolo.

David no quiere, ni Ana tampoco. No desean imaginarse, dicen, como un par de viejos, pobres, mutilados y mendigando en las calles o en las oficinas de gobierno como lo hacen la mayoría de las víctimas.

De los más de 100 damnificados de aquella noche, menos de 10 eran de otro estado de la República.

Sólo 40 mantienen una relación activa desde aquel entonces y han creado una especie de comunidad de apoyo, en la que comparten desdichas, información y se saludan de vez en cuando para verificar que siguen, de una u otra forma, adelante con sus vidas.

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