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Guadalupe.— Es tiempo de la canícula y el aire seco de agosto sofoca, quema. A ratos levanta nubes de polvo que se mete por ojos y fosas nasales; se pega a los zapatos, a la ropa. Aun el otrora caudaloso Río Bravo, a unos kilómetros de este municipio, se convierte en estos meses de calor en un polvoso y pestilente canal.
Apenas se cruza el arco que da la bienvenida a Guadalupe, el panorama de devastación aparece. Lo primero que salta a la vista son las hileras completas de viviendas destruidas y quemadas, así como las numerosas cruces y altares en honor de los difuntos. Hay puertas desportilladas, vidrios rotos, huellas de saqueo. Los pocos muros que permanecen en pie están baleados como si hubieran servido para practicar tiro al blanco.
En la avenida principal, un toque de realismo mágico: en lugar de iniciar un plan de reconstrucción, el alcalde priísta Gabriel Urteaga ordenó, hace unas semanas, que lo que quedó de las construcciones, arrasadas por la violencia, fueran pintadas de colores “alegres”. ¿El motivo?, la visita del gobernador César Duarte.
Hay casas que no están destruidas, pero en muchas de éstas, los grandes candados en las puertas y la hierba que comienza a invadir ventanas y frentes denotan que sus moradores huyeron hace tiempo. El palacio municipal y las iglesias del pueblo también permanecen cerradas, pocos comercios funcionan y en las calles es difícil hallar pobladores.
“La mayoría se ha ido, pero muchos de los que todavía viven aquí no quieren salir de sus casas por miedo a la violencia”, señala Modesto Martínez, quien sábado y domingo vende tacos al vapor en las calles del municipio. “De 11 de la mañana a siete de la noche hay veces que no vendo ni 200 pesos. Hace años sacaba hasta 800 pesos diarios”, agrega.
Hasta antes de 2008, Guadalupe tenía 20 mil pobladores. Hoy, se dice, quedan entre mil y dos mil. Se trata de cálculos extraoficiales, pues no se ha realizado un censo, por lo que no se sabe con precisión cuántos se han ido, cuántos han sido asesinados y cuántos aún permanecen en el municipio, cuya superficie es mayor que la del estado de Aguascalientes.
En lo que sí hay certeza es que Guadalupe es un pueblo de nuevo sin policías. Como en un eterno retorno, es la segunda vez, en cinco años, que se queda sin cuerpo de seguridad debido a los atentados del crimen.
Sin ley. En 2010, durante el pico más alto de la violencia, sicarios plagiaron y asesinaron a Erika Gándara, la única policía en funciones que quedaba en el sitio. Los reportes periodísticos de la época señalan que esta mujer de 28 años, soltera y sin hijos, salía a patrullar el municipio sólo con la compañía de su fusil R15.
Por seis meses, Gándara, quien ingresó a la corporación en 2009, fue el único elemento policiaco de Guadalupe, pues los demás agentes fueron asesinados o renunciaron. De acuerdo con cifras de la fiscalía estatal, entre 2008 y 2010, fueron ejecutados 24 preventivos en ese municipio.
En diciembre de 2010, un comando la plagió cuando estaba en su casa. El cuerpo apareció un año después en un canal de aguas negras.
Por esa razón, y durante casi cinco años, no hubo policía municipal, hasta que este año se decidió volver a integrarlo. El experimento duró unos cuantos meses: el 22 de junio pasado, cuando veía un partido de beisbol, Máximo Carrillo Limones, el director de la policía municipal, fue plagiado; un día más tarde su cadáver fue hallado al lado de una carretera.
Al día siguiente nadie se presentó a laborar, excepto Joaquín Hernández, quien emulando a Gándara, se quedó como único policía. Como un trágico deja vú, Joaquín fue asesinado 19 días más tarde (8 de julio) mientras se encontraba de servicio. Para darle mayor dramatismo al suceso, iba acompañado de su hijo de 14 años. Ambos murieron.
Urteaga, el alcalde, se apresuró a anunciar: “Creo que pretenden que no haya policía, ése es el mensaje que puedo percibir. Mejor la vamos a quitar”. Durante varios días se le marcó a sus oficinas para solicitarle una entrevista con EL UNIVERSAL. Nunca se le encontró. “El licenciado Urteaga está afuera de la oficina, pero ya se le pasó su recado”, comentaron sus asistentes una y otra vez.
También se le llamó al número de su celular. Después de numerosos intentos, por fin respondió, pero se negó a dar la entrevista. “No me molesten en mi intimidad (sic). No quiero hablar con los medios”, dijo. Ante la insistencia, el munícipe indicó: “No es mi obligación hablar con usted ni con nadie”, y colgó. El día que se recorrió Guadalupe, grandes candados resguardaban el portón principal del palacio municipal. “Urteaga se la pasa en Estados Unidos”, comentaron algunos de los pocos pobladores que estaban en la calle y que accedieron a hablar con este diario.
Como se pudo constatar, las viudas de los policías dejaron la población a los pocos días de los asesinatos.
Potencia algodonera. Tres ancianos desdentados beben cerveza sentados en la banqueta afuera de un Del Río, las tiendas de conveniencia que en la zona de Juárez le hacen fuerte competencia a los Oxxo.
Uno de ellos, oriundo del lugar, accede a conversar, pero se niega a dar su nombre; tampoco revela su edad, aunque se le calculan entre 70 y 75 años.
Se muestra inquieto, no está convencido de hablar, pero aun así se le iluminan los ojos cuando a pregunta expresa comienza a recordar cómo era Guadalupe hace varias décadas.
“Toda la zona del valle eran una potencia algodonera. Aquí llegaban personas de toda la república a trabajar. El municipio estaba lleno de gente y de negocios”. El hombre lo cuenta quedito, más temeroso que tímido, y voltea cada cierto tiempo hacia la avenida. Cuando ve pasar las trocas de los halcones (los informantes del crimen organizado) que han estado siguiendo a los enviados desde que ingresaron a Guadalupe, se calla y voltea hacia otro lado.
En su estudio Juárez, el reto del agua, publicado por la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, la investigadora Sandra Bustillos Román señala que “durante la primera mitad del siglo XX, la zona agrícola del Valle de Juárez tuvo uno de sus periodos de expansión más notables, tanto en términos de producción como de especialización en el cultivo algodonero para el mercado mundial, donde era considerado como el de mejor calidad, por encima incluso del prestigiado algodón egipcio”. Esta industria comenzó a menguar con el auge de las telas sintéticas.
El anciano bebe un largo trago de cerveza y prosigue con la plática: “En aquellos años yo era un chamaco, pero bien que me acuerdo que en Guadalupe había muy buenos salarios y, sobre todo, había mucha paz… pero desde que entró este borlote (la violencia) eso se acabó, señor”.
El abogado Carlos Spector detalla que en el Valle de Juárez la violencia irrumpió en 2008, cuando el Cártel de Sinaloa comenzó a disputarle este estratégico territorio para el trasiego de droga a Estados Unidos a La Línea, el brazo armado del Cártel de Juárez. Después de varios años de hegemonía sinaloense, hoy el valle es dominado nuevamente por La Línea, “sin embargo, integrantes del grupo encabezado por El Chapo siguen teniendo influencia en la plaza”.
Spector subraya que en cinco municipios de Chihuahua, el problema de la violencia está lejos de resolverse: Ojinaga, Praxedis, Ascensión, Villa Ahumada y, por supuesto, Guadalupe, donde el regreso de 500 militares en febrero, “ha servido poco”.
“Con policía o sin policía; con Ejército o sin Ejército, Guadalupe es un pueblo sin ley desde hace muchos años”, resume José Arturo, un cincuentón canoso, quien es empleado de Obras Públicas del municipio.
jram