A la colonia Nuevo México, al poniente de la ciudad, la bañaron de color. Aquí donde ahora relumbran el verde limón, el morado, el amarillo y el anaranjado en las fachadas de las viejas casas, se vivió hace unos años una historia gris que ahora sus habitantes tratan de enterrar. Situada en las faldas del cerro, la zona se convirtió en guarida de Los Zetas.

A punta de balazos, los narcos corrieron a 222 familias —en su mayoría obreros y trabajadoras domésticas—, según el recuento de daños. La fotografía del poniente de Torreón son viviendas amontonadas, donde sus callejones empinados se vuelven un laberinto indescifrable; espacio ideal de matones para escabullirse.

Ana María Zapata, madre soltera de dos hijos, relata que los “malos”, como llama a los narcos, se adentraron poco a poco a la Nuevo México. Lo que era una colonia tranquila, se convirtió en escenario de choque entre bandas rivales que peleaban la plaza: Los Zetas y el Cártel de Sinaloa disputaron una guerra que ocasionó en La Laguna más de tres mil homicidios violentos entre 2008 y 2013.

De día o de noche se paraba algún coche o motocicleta a pie de carretera y los tripulantes subían cargados de furia a desembuchar balas como en feria de pueblo. “Hubo mucha gente inocente muerta”, platica Ana María. “Mucha gente se fue enferma, con diabetes. Otros se fueron muriendo de tristeza, de ver que abandonaban sus casas”, añade.

Ana María dudaba en irse. Madre soltera y trabajadora doméstica, no tenía muchas opciones. Un día de 2011 entraron Los Zetas a una casa contigua y se llevaron a un vecino. En ese momento dijo: “Hasta aquí. No puedo más”. Se fue a vivir de renta al oriente de la ciudad.

“La gente nos cobraba hasta mil 500 pesos porque sabían que éramos del poniente. Yo pagaba una renta de mil 300 y a veces no tenía para darles de comer a mis hijos”. En la ciudad, la gente del poniente carga con estigmas. A la fecha, quienes acuden en busca de trabajo, mejor les dicen que no “que a la vuelta”.

En septiembre de 2014 Ana María regresó, como lo han hecho 81 familias en el último año, mismo en el que las cifras de homicidios violentos han decrecido a un promedio de 12 cada mes, cuando en 2011 y 2012 llegó a ser de dos cada 24 horas, tan sólo en Torreón.

La colonia parecía haber quedado en obra negra; eran cascarones de casa apenas sostenidos. Había paredes tiradas, como para poder brincar de una vivienda a otra, de un callejón a otro. Por dentro y por fuera, los hogares estaban tatuados de pintas. Los cables de luz habían sido rajados y las tuberías de agua cercenadas por las constantes ráfagas.

Ana María muestra las huellas que aún quedan en la fachada de su casa: orificios de balas en paredes y ventanas. “Me fui por seguridad y regresé por necesidad”, refiere. Sus hijos, hoy de siete y 13 años, no querían volver. El más pequeño presenció cuando le dieron un tiro de gracia a un muchacho. En aquellos años no quería salir, ni ir a la escuela ni hablar. Los habitantes huyeron cargando a cuestas traumas, estrés, fobias, ansiedad, y regresaron tratando de encontrar la paz en terapias psicológicas que dispuso el gobierno.

Ana María también encontró paz cuando restablecieron su hogar como parte de una inversión de 5 millones de pesos del Programa Nacional de Prevención Social de la Violencia y la Delincuencia (Pronapred), que ha logrado restaurar 40 viviendas de la zona. Fernando Dipp, el coordinador del programa de “recolonización de la Nuevo México”, que busca regresar a la gente al sector, señala que aún quedan 102 casas abandonadas; casas con la estampa de una zona de guerra.

Algunas fueron pintadas como parte de un programa de empleo temporal para apoyar a los vecinos pero siguen estando huecas. De 23 que fueron catalogadas como “en ruinas”, apenas se ha realizado un pie de casa.

Antes de terminar el año se proyecta rehabilitar otras 32 viviendas con una inversión de 2.5 millones de pesos.

Dipp admite que las 81 familias que han retornado, viven hacinadas en 70 casas. “Estamos hablando que hay hasta tres familias viviendo en una o dos recámaras”, comenta.

Los trabajos para recuperar la colonia son lentos porque aparte de falta de dinero, el lugar es viejo, lo que complica su recuperación. La amnesia gubernamental, dicen vecinos, se refleja en tuberías podridas, drenaje carcomido, pavimento estropeado.

De acuerdo con Dipp, en el retorno de los desplazados se palpa un hueco significante: hay una ausencia en la colonia de jóvenes entre 13 a 18 años.

Problema viejo

Joaquín, 65 años, es un puchador (narcomenudista) retirado del poniente que estuvo 11 años tras las rejas. En 2011, cuando volvió a su casa en la Nuevo México, se topó con una “jauría” de veinteañeros cargando rifles de asalto. “El problema de la droga ya estaba implantado desde hace años. Yo vendía droga aquí pero lo que vivimos fue un infierno”, resume desde las escalinatas de la colonia.

Era un infierno porque Torreón y La Laguna, en general, son un centro logístico. Desde ahí se tiene acceso a fronteras como Ciudad Juárez y Piedras Negras y es zona intermedia hacia Chihuahua, Sinaloa, Nuevo León y Tamaulipas. Además, el poniente representa un punto estratégico por su camino inmediato a Gómez Palacio y Lerdo, Durango.

Ahora el gobierno busca inyectarle recursos a una zona olvidada por años. En esta franja, que nació cuando los peones y migrantes más pobres fueron empujados a los cerros y empezaron a apilar casas sin ningún orden urbanístico, se construye un complejo cultural y deportivo de más de 100 millones de pesos llamado La Jabonera. El centro está ubicado en la colonia Segunda Rinconada, a un costado de La Polvorera, la colonia donde los narcos realizaban bailes masivos y regalaban muebles y electrodomésticos a los habitantes del poniente.

A menos de un kilómetro de donde se levanta este centro, de vuelta en la Nuevo México, Joaquín escuchaba por las noches los quejidos y gritos de los secuestrados. “Los movían de un lado para otro”, cuenta. También recuerda que esta guerra le mató a un hijo hace dos años. “Andaba mal, yo hice lo posible”, justifica con la entereza de quien conoce el negocio. Su hijo tenía 25 años.

Joaquín optó por permanecer en la colonia. “A dónde iba, sin trabajo. No soy pensionado. No tengo dinero”, argumenta. Su pasatiempo se tornó en juntar los casquillos regados y vender el bronce por kilo.

También se volvió testigo de los retenes que hacían Los Zetas sobre la avenida para robarle a la gente, quitarle la comida a los camiones de botanas o matar a cualquiera que osara pasearse en automóviles con placas de Durango.

—Vi una vez que pasaba un muchacho en un coche rojo y se lo llevaron. Dejaron tirada una camisa del Santos y la agarré —suelta una carcajada—, todavía la tengo —vuelve a reír—.

La muerte también causa risas.

Terreno codiciado

El Cerro de la Cruz fue un fuerte en las batallas de la Revolución y se convirtió, 100 años después, en una posición estratégica para el control del trasiego de droga. De este sector se apoderaron Los Zetas.

El Cerro de la Cruz está conformado por tres colonias: la Aquiles Serdán, por donde se halla el único acceso vehicular; Cerro de la Cruz, que abarca la parte alta del cerro, y la Miguel Hidalgo, a un costado, y desde donde se observa de manera frontal la colonia Durangueña, bastión del cártel rival.

Para llegar al punto alto del Cerro de la Cruz, es necesario trepar una treintena de escalones. Desde ahí se ve todo el centro de la ciudad. También se halla una cruz blanca. “Una vez amaneció un cristiano amarrado a la cruz, con unos alambrillos”, narra con aires de quien ya ha visto todo, Jesús Romero, de 73 años.

La ubicación se convirtió en el escenario de enfrentamientos entre cerro y cerro. Y de eso huyó Miguel, un comerciante de Torreón, hace ya cuatro años, cuando el tronido de la pólvora se convirtió en un eco.

—A las ocho de la noche ya estábamos encerrados. A veces la gente no quería llegar de los trabajos por miedo a que te levantaran.

Una bala que terminó en uno de sus muros fue lo que detonó su huida. A sus hijos, el miedo les provocaba insomnio. Miguel selló con cemento las entradas a su casa, embovedó ahí el pavor de la familia, y se fue sin mirar atrás. La mayoría de los vecinos hizo lo mismo. Otros colocaron grandes candados a las puertas y se fueron sin dejar rastro. Las fachadas de las viviendas terminaron cacarizas de tanto balazo que las cepillaba. Por dentro terminaron desgajadas, grafiteadas, sin lavabo ni taza del baño, sin tuberías, sin alma.

¿Y la policía? —le pregunto a Miguel.

—Na, los muertos los aventaban a las patrullas —dice.

—¿…?

—Sí, los malandros bajaban a los muertos y los aventaban a las patrullas.

Miguel regresó al Cerro de la Cruz hace apenas seis meses. De esta colonia la autoridad desconoce cuántos habitantes fueron desplazados (únicamente se conoce el dato de la Nuevo México). Hace apenas un año, la casa de Miguel era la imagen de una bodega olvidada. Tuvo que tumbar para volver a colocar puertas y el gobierno le ayudó a pintarla, a darle color, como a muchas otras de la colonia.

Asegura que hoy todo es diferente. Antes, tronaba un globo y sus hijos lloraban. Hoy puede estar sentado afuera de su casa, comer una gordita y escuchar una cumbia.

¿Y los puntos (de venta de droga) también se acabaron? —le pregunto.

—No, esos ahí siguen pero más calmados. Todos tienen derecho a algo pero que se la lleven fría nomás.

Hay costumbres que nunca cambian.

jram

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