Ciudad Juárez
Recuerdas la fecha exacta: 21 de febrero de 2010. Era domingo, el termómetro marcaba 6 grados centígrados y comenzaba a anochecer. Por ello, le insististe a Idalí, tu hija de 19 años de edad, que dejara para otro día la cita que había hecho para hacerse un estudio fotográfico por los rumbos del centro. “Ya es tarde, hace frío y no hay quién te acompañe... habla para avisar que vas mañana u otro día”, recuerdas que le dijiste.
Pero para Idalí era impensable dejar plantado a Camilo del Real Buendía, quien la había llamado a las seis de la tarde de ese domingo para tomarle las fotografías que habían acordado días antes y que ella, tu hija, ya había pagado. “Acuérdese, es el productor de televisión con el que hace unas semanas hice dos comerciales”, te dijo como para convencerte de que tu propuesta no era viable.
De inmediato viene a tu memoria otra fecha: la del 15 de enero de 2010 cuando la joven acudió a su primera cita con Del Real, a quien contactó a través de un anuncio en un portal de internet donde solicitaban modelos y edecanes.
“Ahora sí ya la voy a poder ayudar con los gastos de la casa”, te dijo en esa ocasión la adolescente, eufórica y repleta de sueños.
Aquel día, el de la primera cita, Del Real le prometió hacerla estrella en muy poco tiempo y la puso a hacer dos comerciales —sin paga, porque estaba “a prueba”—: uno de un local de vidrios para autos y autopartes, y otro para un salón de eventos sociales.
Rememoras que a partir de que un show matutino de TV Azteca llamado Venga la alegría se convirtió en su programa favorito, Idalí se obsesionó con ser modelo y salir en televisión.
Cómo admiraba a las conductoras estelares, pero sobre todo a las cuatro integrantes del ballet. A menudo, tu niña —la tercera de tus ocho vástagos, pero la primera mujer— ponía sus MP3 de Jenni Rivera y trataba de imitar la rutina de las bailarinas que mañana con mañana agitaban el cuerpo frenéticamente enfundadas en ajustadísimas mallas o en breves minifaldas.
El día del estudio fotográfico, mientras veías como Idalí tomaba sus tres cambios de ropa, las dudas sobre las promesas de Del Real te comenzaron a asaltar. ¿Y qué tal si ese tipo es un mentiroso? ¿Y qué tal si le quiere hacer algo a mi niña? Tuviste el impulso de cerrar la puerta de la casa con llave y no dejarla salir, pero en lugar de eso la encomendaste a Dios y la acompañaste hasta la parada del autobús. La viste tan entusiasmada metiendo su ropa en una mochila que no te atreviste a plantearle tus desconfianzas, menos aún a no dejarla ir. Te dio pena acabar con sus ilusiones, con su entusiasmo.
La chica regresó ese día como a las 10 de la noche. La fuiste a esperar a la parada del camión. Cuando se bajó del transporte observaste que descendió muy rápido, como escapando de algo o de alguien. Percibiste el temor en su rostro. Preocupada, le preguntaste qué le sucedía: “Nada, es que ya es muy tarde, y no pensé que usted me estuviera esperando”, te respondió.
—Pero, ¿cómo te fue, qué te dijo el señor?— la interrogaste con apremio.
Cortante, únicamente te dijo que Del Real le había prometido que la llamaría después para entregarle las fotos y para que hiciera el comercial de una zapatería.
No hubo más. Ya no quisiste insistir porque la notaste muy nerviosa. Sólo hasta un rato después de que llegaron a la casa, Idalí comenzó a hablar: te confesó que durante la sesión el supuesto productor le dio un baby doll para que se lo pusiera, a lo cual —te dijo— ella se negó. También reveló que había extraviado el anillo de graduación de la secundaria. “Lo he de haber perdido en un cambio de ropa”, agregó. Te contó que después de la sesión, el individuo la siguió algunas cuadras y le ofreció un aventón que ella —te aseguró— tampoco aceptó.
En ese instante entendiste el porqué del temor y de la agitación de tu pequeña. La viste tan inmadura, tan desvalida, que la abrazaste con fuerza y la besaste en la frente.
Antes de irse a dormir, Idalí te comentó que iría a recoger su anillo al día siguiente. “Yo te acompaño”, le respondiste. Pero ya no pudieron ir porque tu hija amaneció con fiebre.
El martes 23 de febrero, sin embargo, se levantó muy temprano, antes que nadie, y te comentó que iría a visitar a tu hermano, quien se encuentra preso en el Cereso de la ciudad.
Como era tu costumbre, la encaminaste al autobús y le recomendaste que tuviera cuidado y que nunca se fuera por el mismo camino.
Ella te respondió con un lacónico: “No se preocupe, que ahorita regreso”.
No fue así. Pasaron las horas y anocheció, pero Idalí no aparecía. (Tu hermano te informaría después que ella había dejado el penal a la una de la tarde.) Trataste de conservar la calma, de pensar que había pasado a otro lugar, que tal vez estaba con alguna amiga. Fue en vano.
La angustia se apoderó de ti. Empezaste a sudar frío. Las manos se te pusieron rígidas al igual que todo el cuerpo. Llena de aflicción rezaste por varias horas. Sólo interrumpías las plegarias para asomarte a la calle para ver si andaba por ahí, o para digitar su número de celular. Esa noche y los siguientes días le marcaste hasta que los dedos te dolieron. En la madrugada, te asaltaron el miedo, las dudas, los malos presagios.
Te diste cuenta cabal de cuán vulnerable era Idalí, y el llanto, otras veces contenido, comenzó a fluir sin dique alguno.
El dolor de la desaparición
”Señora, no se preocupe. Su hija se debe de haber ido con una amiga o con el novio”.
Es miércoles 24 de febrero de 2010 y cuando decides interponer una denuncia por desaparición, te topas por vez primera, y a partir de ahí en innumerables ocasiones, con la indolencia de las autoridades.
Inician, entonces, los largos años de antesalas en las oficinas gubernamentales y policiacas, de infructuosas búsquedas en la presunta agencia de modelos (donde, después lo sabrías, Idalí acudió el 23 de febrero a recuperar su anillo), de las caminatas como método de presión, de los recorridos por antros y hoteles donde tu niña era prostituida y, algunos dicen, había sido vista drogada o alcoholizada.
Fueron 800 días de desgaste y frustración. De luchar contra todo y contra todos sin resultado alguno, hasta que el 16 de abril de 2012 el caso dio una vuelta de tuerca: ese día te notifican que han encontrado a tu hija... muerta. Ni siquiera hay alguna parte completa del cuerpo, sólo dos pedazos de cráneo que no miden más allá de los 10 centímetros. El hallazgo tiene lugar en el Arroyo de El Navajo, en el Valle de Juárez.
(En ese lugar fueron encontrados los restos de otras 20 chicas, todas víctimas de una red de trata de personas, lo que lo convierte en el mayor cementerio clandestino de mujeres de Ciudad Juárez. En todos los casos, la causa de la muerte es traumatismo craneoencefálico. “Los golpes que mataron a las jóvenes fueron secos y precisos, siempre en el mismo lado y todos desde la misma posición”, precisan los dictámenes.)
Entre el temor y el recelo, te resistes a aceptar que esos restos sean de tu hija. Ni siquiera un segundo dictamen, el del laboratorio estadounidense Bode Technology, te logra convencer de ello. Es hasta diciembre de 2013 cuando llega un tercer fallo: el del equipo argentino de antropología forense, solicitado meses antes por ti, que tienes la certeza de que se trata de Idalí.
Pero no sientes alivio, al contrario, te pesa la vida. En ese momento deseas que Dios también te lleve a ti. Te es tan difícil admitir que la hayan asesinado tan brutalmente y la hayan tirado de esa forma, como si fuera un objeto viejo, como si no valiera nada.
Después de tantos años de búsqueda y lucha es tan duro que de repente vengan y te digan que Idalí ya no está, que ya se fue, que jamás la volverás a ver, y que no será posible volverla a abrazar. Tu salud física y mental se desploma. No quieres estar en este mundo con un dolor tan inmenso, por lo que tratas de suicidarte.
Tras tu fallido intento te internan en un hospital siquiátrico donde por las noches tienes recurrentes pesadillas en las cuales escuchas y ves a tu hija pidiendo ayuda. Despiertas alterada, bañada en sudor, pero no encuentras consuelo, pues te das cuenta de que tanto sueño como vigilia son igual de desgarradores.
Aunque hace meses saliste del hospital, todavía tienes que tomar pastillas para dormir, y a veces, durante el sueño, sigues escuchando a Idalí mientras pide ayuda.
El insomnio, pese a las pastillas, se ha convertido en tu compañero.
Hoy, eres consciente de que nunca te recuperaras, de que nada es igual, de que siempre cargarás con el dolor a cuestas, pero también con la culpa, ¿por qué no acompañaste a Idalí ese 23 de febrero?, ¿por qué la dejaste salir de casa a pesar de lo que había pasado aquel domingo? Si hubieras actuado de otra forma, te recriminas, tu hija estaría viva y hoy, 29 de julio de 2015, habría cumplido 25 años.