Puebla.— Con 13 años a cuestas, una muda de ropa, un par de zapatos tipo bostoniano con la suela acabada y un hoyo que mostraba un dedo, se encontraba trepado a cinco mil 600 metros sobre el nivel del mar, en el Pico de Orizaba, la montaña más alta de México.
Hace 47 años, tenía una condición física fuerte, pues debido a su pobreza, debía repartir pan en canastas caminando por todas las comunidades al pie del volcán.
Sus andares por esas tierras le permitieron realizar su primer ascenso sin ningún problema.
Fue precisamente a los 13 años la primera vez que Hilario Aguilar Aguilar subió a una cumbre. Y desde entonces nadie lo ha detenido en sus más de mil ascensos a diversas montañas sin accidentes, a su altruismo para socorrer a colegas accidentados, a su entrega para recuperar cuerpos de alpinistas y su buen don de gente.
“Es bien curioso, al llegar a la meta de la montaña, con tanto frío que hacía por la ropa precaria que llevaba, decía: ¿qué estoy haciendo aquí? pudiendo estar en mi casita, acostado en mi camita”, recuerda quien hoy es el presidente del Club Alpino Mexicano delegación Serdán, municipio poblano donde nace el volcán.
—¿Se arrepintió?
—Dije: ‘no vuelvo a venir, no vuelvo a venir’. Pero cuando llega uno a la cumbre es la satisfacción de haber ofrecido en honor a la virgen; el cansancio, el frío, todo eso se olvida.
Recuerda que en Ciudad Serdán hay una tradición de llevar hasta el cráter de la montaña un ramo de rosas de plata cada 12 de diciembre en honor a la virgen de Guadalupe.
En ocasiones se juntan grupos de 500 a 600 personas que llevan un ramo de rosas de plata a la cumbre del volcán.
“Por mi casa bajaban los alpinistas y bajaba la peregrinación a depositar la rosa de plata a la iglesia de aquí, entonces me emocionaban ver cómo venían mugrosos, tierrosos, con equipo rústico, y todo eso me emocionó a querer ir al volcán, a ver qué había allá, qué se sentía”, rememora hoy el hombre de 60 años de edad.
A los 13 tuvo que convencer a su padre de que le permitiera subir a la cumbre, lo logró pero bajo una amenaza: “Te llevas la ropa vieja y los zapatos viejos de la escuela”. Obedeció y así se fue a la montaña y en invierno.
“Se siente bonito, además del paisaje tan inmenso que se ve en la cumbre, la cercanía con el cielo, y yo creo en el sincretismo de decir ‘estoy en lo alto, estoy más cerca de Dios’, y eso hace que se emocione uno y hasta al hombre más fuerte hace que se le escurran las lágrimas”.
Cuando llegó a la iglesia se dijo que volvería el próximo año, pero antes debía comprarse unos zapatos “más buenos”, tipo minero, que entonces, creía, serían los mejores.
Gracias a su trabajo, se mandó a hacer con un herrero su “piolet”, si a eso se le podía llamar a un instrumento usado para asegurarse en el hielo o la nieve; y unos crampones con unas puntas de varilla que pesaban kilos y que ponía en sus zapatos para tener mejor amarre.
En su barrio se fundó el pequeño club de “Morsas” y “Jesús Morsas”; entonces cada año —bajo cualquier pretexto— ascendían al Citlaltépetl, lo mismo el 15 de septiembre, que en Semana Santa y, por supuesto, el día de la Guadalupana.
Después de haber subido más de 50 ocasiones con su equipo hechizo, comenzó a sentir a la montaña, a comprenderla, a conocer sus estados de ánimo, a saber cuándo respetarla y dejar de montarla.
“Uno va entendiendo las montañas, en dónde hay avalanchas, los estados de la nieve, del glaciar, en dónde hay grietas, en qué épocas del año es más difícil, porque la montaña es cambiante y es constante”, explica.
Los meses de enero, febrero y marzo son los más difíciles de subir por la cara sur de la montaña porque es cuando no tiene nada de nieve y hay desprendimiento de rocas, incluso avalanchas muy grandes.
Y desde abril hasta septiembre es casi imposible subir debido a las tormentas eléctricas y sus rayos verticales que acaban con todo lo que encuentran a su paso.
Hace como 15 años, llevaba la cuenta de 500 ascensos al Citlaltépetl… hasta que perdió la cuenta, pero suman ya más de mil. Ya con capacitación logró subir a las más altas y mejores montañas de Perú, Bolivia, Ecuador, Argentina… pero jamás logró el Everest y no por falta de ganas, sino por falta de dinero.
“No conseguí el patrocinio y además ellos me conseguían un patrocinio de 80 mil pesos, pero en la primera se necesitaban como 600 mil pesos y hoy a tres años sale casi en un millón”, afirma quien es hoy el síndico de la comunidad.
Su primer rescate fue un hecho fortuito, en una expedición del 12 de diciembre una jovena de 16 años fue hallada en lo alto de la montaña y al llegar al cráter vociferó: “Ya te cumplí virgencita”, y le vino un ataque epiléptico que la hizo caer unos metros. “Nos costó trabajo porque no teníamos ningún conocimiento, incluso, hubo un nudo que no pudimos hacer”.
Desde entonces no ha dejado de ofrecerse siempre para rescatar a sus hermanos de montaña. Modesto se niega a dar una cifra de las ayudas que ha prestado, pero suman más de 30 y todas con éxito. “El principio de montañista es de ayudar”, sentencia.