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Tijuana.— Lo primero que salta a la vista al entrar a la casa de las Lechtchenko es un libro de portada azul y letras rosas que yace sobre una mesita de estar. Se trata de Verónica decide morir, del escritor Paulo Coelho.
Es el relato de una joven que decide quitarse la vida tras la monotonía de sus días. Es el último libro que Anastasia leyó antes de ingresar a la penitenciaria de Tijuana: algunos fragmentos fueron subrayados.
“Tengo que controlarme. Soy alguien que lleva hasta el fin todo lo que desea hacer... No sabía que era capaz de hacer semejante cosa...”, resaltan algunos de los párrafos resaltados con líneas de tinta azul sobre las hojas blancas.
Igor lo mira y vuelve a mirar.
Lo hojea lentamente y me pregunta de qué trata. Le respondo y de un movimiento lo cierra y me lo devuelve.
Igor vino a despedirse de sus mujeres. Pero también a encontrar alguna pista que le demuestre que su hija Anastasia es culpable o inocente. Una carta, teléfonos, algún rastro de lo que pasó aquel 7 de junio, porque hasta el día de hoy, nada se ha aclarado.
Igor Lechtchenko invitó a EL UNIVERSAL a entrar por última vez —antes de donar las pertenecías— a esa casa donde presuntamente fueron asesinadas su hija, Valeria de 12 años y Yuliya Masney, su ex esposa.
Dice que él no ha encontrado rastros de sangre en el lugar como indica el análisis pericial de la Procuraduría de Justicia de Baja California.
Se agacha velozmente a la parte baja de la puerta de entrada.
“Es blanca y no hay rastros de sangre”, afirma. A un costado de un sillón azulado tampoco hay manchas. Camina unos pasos a la barra que separa la sala de la cocina y echa un vistazo. Mueve la estufa Javier, un amigo de Igor: “Tampoco hay sangre”.
Todo resulta muy confuso para el acróbata ruso, la casa no huele mal y aunque ha buscado, olido, tallado a un mes del asesinato no encuentra rastros de ese brutal crimen que describiera Anastasia en su primera declaración ministerial.
El cuarto de la joven es austero: una cama a nivel del piso, un buro y un pequeño closet. El lugar está desordenado desde que entraron los ministeriales, pero generalmente todo estaba en su lugar, explica.
Ahora sabemos que la joven de 19 años coleccionaba tenis Converse, que atesoraba en un cajón la serie 'Futurama' y que preservó el disco de su padre The Dark Side Of the Moon, de Pink Floyd, cuando éste se fue de la casa.
Igor busca en el pequeño armario. Saca varios folders de colores con bellas ilustraciones que Anastasia dibujó. Ella es una artista nata de rostros realistas y caricaturas.
También saca los reconocimientos que su hija obtuvo en secundaria y preparatoria. “Excelente aprovechamiento con calificación de 10”; es de su paso por tercero de secundaria.
Sobre la cama queda la foto de una niña regordeta y sonrisa panorámica: la bebé Anastasia con un atuendo rojo con puntitos blancos.
Hay imágenes del cristo ortodoxo por toda la casa, y sobre un librero en la sala, una muñeca de porcelana de cabello rubio y rizado, a través de la cual Yuli “le hacía brujería” a la joven, según dijo Anastasia en su primera declaración, aunque después aseguró que lo dijo tras ser torturada y abusada sexualmente por policías.
Igor toma unas bolsas y mochilas: es momento de sacar lo que preservará. El pasaporte de Yuli, algunos dibujos de Valeria, los documentos oficiales de su única hija viva, Anastasia.
Ya en la puerta, a punto de irnos, desde ese ángulo se observa un álbum fotográfico. Igor sonríe eufórico: “¡Mira mira!, fotografías únicas”, dice. Anastasia, él y Yuli con César Costa promocionando el circo Atayde en 1990; en ruinas arqueológicas con su pequeña Anastasia... Toda su vida antes y después del circo.
Como si la tragedia no hubiese existido en ese lugar, vuelve a recordar su vida con Yuliya, Anastasia y el nacimiento de Valeria.