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Cuando apenas tenía un año de edad, empezó a dar sus primeros pasos con un balón y hoy, Héctor Manuel Robles Villegas, quiere ser futbolista. Ha logrado dos preseas de oro en Taekwondo.
Hace cuatro años, cuando EL UNIVERSAL lo visitó por primera vez, era un niño con marcadas secuelas físicas y sicológicas por la tragedia.
Ha tenido un progreso extraordinario, expresa su madre, Adriana Guadalupe, con los ojos brillosos de emoción, al comentar la evolución de su hijo, quien ya tiene nueve años y cursa el tercer grado de primaria. Es un niño sobresaliente y líder en su clase.
El deporte lo trae en los genes: su padre es maestro de educación física y de alto rendimiento, es marchista olímpico. Su condición lo hizo madurar más rápido; es un adulto atrapado en el cuerpo de un niño, dice su madre.
La lucha por la recuperación es constante; 58% de su cuerpo está injertado, y al 42% que quedó sano le quitaron piel. Tiene todo su cuerpo afectado.
“Me lo reconstruyeron de sus extremidades. Los brazos, desde el hombro hasta la punta del dedo, y las piernas hasta el tobillo. La cara está injertada en 70%, desde la mitad del párpado, toda la frente, todo el lado derecho, la parte izquierda, atrás de la oreja del lado derecho, el cráneo tenía dos partes bastantes grandes; ha tenido múltiples cirugías”, narra.
En marzo le hicieron cinco operaciones en un ingreso al quirófano: una fue para cerrar la cabeza; las otras para la axila, los dedos, el doblez del antebrazo y el ojo, donde lleva tres operaciones.
La familia se prepara para un nuevo episodio; en unos meses le colocarán expansores en el rostro, en el Hospital Shriners, y deberá estar unos cuatro meses en Sacramento, California.
Hay momentos muy duros
Está cansado. Ha entrado 19 ocasiones al quirófano. “A veces me dice: ‘¡Ya déjame así, mamá!’. Es difícil, a pesar del trabajo espiritual que tenemos, especialmente en el mes de mayo me entra la depresión, y yo creo que se la transmitó a mis hijos”, lamenta.
Vivieron una doble tragedia familiar. Ese día —el 5 de junio de 2009—, recuerda, su esposo fue por Héctor a la guardería y su hija lo acompañaba, tenía siete años y le tocó ver las llamas, retrocedió como si tuviera cuatro años. La niña vivía en pánico, cuando cerraba sus ojos veía la lumbre y escuchaba gritos. Todos están en recuperación.
Adriana está en paz con Dios, tiene la férrea convicción de que todo saldrá bien. “No me puedo permitir tener odio ni rencor, porque no podría sacar adelante a Héctor, nunca pregunté ¿por qué a mí?, me prohibí muchas cosas”. Se negó el derecho a llorar.
Con educación, Héctor cede la entrevista a su madre, para después salir vestido con su uniforme de Taekwondo, con una cinta verde en la cintura y una presea de oro en cada mano: el resultado de su dedicación y coraje.