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Tijuana
Cuando Anastasia terminó de desmembrar los cuerpos de su madre y su hermana se dio cuenta de que las paredes y los muebles estaban salpicados por una fina capa color púrpura. Aunque lo había hecho con precaución, era imposible que no quedara en el piso un charco de sangre. En el fregadero de la cocina están las cabezas que había degollado siete horas antes.
Había que esconder los cuerpos de Yuliya, su madre, y Valeria, la hermana pequeña con discapacidad múltiple. Ese domingo 7 de junio a las 11 de la noche salió tranquila a comprar bolsas para basura.
Caminó media cuadra a la farmacia más cercana, donde antes había comprado dulces y una que otra pintura, pero ahora buscaba entre los pasillos bolsas dónde meter los cuerpos. Eligió una pequeña caja con 10 bolsas negras de 70 por 90 centímetros.
“Traía pura cacharpa (monedas); las bolsas costaban 24.90 pero la muchachita no completaba, así que se fue corriendo”, recuerda la empleada de mostrador que le cobró aquella noche a la adolescente. Regresó rápido. Las líneas de expresión de su rostro estaban descompuestas; le punzaba el ojo izquierdo.
Anastasia es una joven de 19 años, pero que aparenta más edad, de curvas pronunciadas, cabello rubio y ojos que lleva delineados de color negro intenso. Esconde un tatuaje en forma de corazón detrás de la oreja.
En tres bolsas negras metió los cuerpos desmembrados y después se fumó un cigarro.
Deciden formar un hogar
Yuliya e Igor se enamoraron cuando trabajaban en el tradicional Circo Ruso. Fue hace 20 años cuando los acróbatas ucranianos decidieron que era momento de dejar la vida circense y establecerse. Escogieron México, San Luis Potosí, donde nació su primera hija: Anastasia, una bebé de cabello rizado, rubio. Heredó la extrema delicadeza del rostro de su madre.
Años más tarde se mudaron a Tijuana, donde él entrena a gimnastas en el Centro de Alto Rendimiento. Aquí nació Valeria, su segunda hija, diagnosticada con discapacidad múltiple. La única capacidad que logró desarrollar fue la de caminar sin sentido. Pero no podía hablar y la mirada siempre estaba perdida.
Por eso cuando Anastasia —su hermana de 19 años— decidió matarla, no pudo gritar.
Luz Aída, una joven profesora de educación especial que atendió a la pequeña Valeria, recuerda a la familia Lechtchenko montada en una pequeña pick up.
“Se veían muy normales, pero el problema fue cuando Anastasia creció y entró a la secundaria. Siempre se le veía malhumorada, como enojada con la vida. Esta es mi hipótesis: cuando toda la atención se vuelca a un hijo con educación especial se puede crear cierto resentimiento en los otros miembros de su familia”.
Yuliya e Igor se separaron. La mujer se mudó a un barrio de clase media alta, la colonia Playas de Tijuana, donde llevaba a su hija al Centro de Atención Múltiple Benito Juárez.
A Yuliya le encantaba bailar, siempre recordaba sus años en el Circo Ruso. Esa sonrisa contrastaba con la angustia diaria de no saber la enfermedad exacta que padecía de su hija, qué sentía. Por qué caminaba pero no expresaba nada. “No sé qué siente, si le duele algo”, repetía constantemente.
En 2010 Anastasia entró a la secundaria, la Escuela Secundaria Técnica número 1. A los 14 años probó por primera vez la mariguana, la mentafetamina y el éxtasis. En esos años fue reportada como desaparecida tres veces; siempre era encontrada por las autoridades judiciales con algunos amigos.
El crimen
La casa de los Lechtchenko está situada en un conjunto de pequeños departamentos. Para entrar, primero hay que pasar por un taller de televisiones, donde don Arturo Torres, el propietario —un hombre mayor y bonachón—, juega dominó todos los días a las cinco de la tarde, con su vecino don Héctor Durazo.
La casa se ve deslucida a pesar de estar situada a unas cuadras del mar, pero está cerca del Centro de Educación Especial donde Yuliya llevaba al mediodía a Valeria. El pequeño cuarto está flanqueada por una barda que un día fue morada, y ahora ha quedado jaspeada de mugre.
Hay tres ventanas pequeñas protegidas por rejas blancas, llenas de óxido. La pequeña casa color durazno tiene un patio trasero, con un árbol que hace sombra; es el lugar donde Anastasia decidió dejar el domingo 7 de junio las tres bolsas negras con los restos de su familia.
Ahí también hay un refrigerador y dos contenedores de agua potable. Trapos viejos, juguetes rotos. Pareciese que la casa se había convertido en depósito de artefactos viejos mucho antes del asesinato de la familia Lechtchenko.
Don Héctor Durazo cuenta que días antes del asesinato Anastasia iba y venía. “Unos días antes escuché que le gritó desde el portón a Yuliya ‘te voy a matar hija de la chingada’”. Dice que era una loca, siempre estaba drogada.
Ese domingo el único que escuchó los gritos de Yuliya fue un sastre que vivía justamente atrás de la casa de las Lechtchenko. Desde las nueve de la noche se escucharon lamentos, gritos, pero no llamó a la policía porque últimamente los gritos eran constantes y, además, hablaban en ruso. “No entendí nada”.
Al día siguiente, don Héctor Durazo y don Arturo Torres vieron entrar y salir “como si nada” a la joven. Incluso, llevó a amigos a la casa. No entienden cómo Anastasia mató a su madre y a su hermana —que parecía un ángel— y tuvo la sangre tan fría para estar tranquila y salir de vez en vez a fumar cigarrillos.
Tres días después del asesinato Anastasia fue detenida. No titubeó en responder cuando los agentes investigadores preguntaban si sabía por qué estaba ahí: “porque maté a mi madre y a mi hermana”, contestó sin irritarse.
En el cuarto de interrogatorios Anastasia parecía otra: llevaba la cara lavada, parca, el pelo rubio desaliñado en una coleta, una chaqueta azul y pantalones de mezclilla. Pero la pose siguió siendo altiva y sostuvo de frente la mirada a los agentes investigadores.
Anastasia no es la típica asesina. Es una chica de ascendencia rusa, atractiva, un metro 70 centímetros de altura, nariz recta, ojos color avellana, muslos delgados pero torneados, senos prominentes y pequeña cintura. La única imperfección podría ser una ligera cicatriz a un lado de su boca.
Los 55 kilos de su cuerpo fueron suficientes para asesinar a su madre. En el interrogatorio dijo que la abordó cuando estaba sentada en el sillón destartalado de su casa. Llegó por atrás y con una soga la mató.
“Creo que mi mamá ya sabía que la iba a matar y no opuso resistencia”. Después, sigue en su narración, caminó sin cautela hasta el cuarto de su hermana Valeria, de 12 años. Con la niña no tuvo mayor problema: se paró al borde de la cama y levantó su pequeño cuerpo para ahorcarla con la misma soga que a su madre.
“Tardé un poquito menos, 20 minutos. Pero su cuerpo seguía calientito”, entonces se fue porque había leído en internet que para desmembrar un cuerpo tenía que esperar a que se enfriara. Hora y media después regresó.
En su confesión, explica que el asesinato fue en defensa propia: desde hace días sentía piquetes en la espalda y pulsaciones en el cuerpo que no la dejaban dormir. “Tenía tiempo que mi mamá se dedicaba a la brujería, y mi hermana era una muñeca, su aliada, títere. Y para que no continúen esos trabajos también hay que matarla. Para matar a una bruja, a ese espíritu maligno, hay que cortarle partes inferiores” y se aseguró de que su hermana también muriera, para terminar con ese encanto negativo.
Según la Fiscalía, Anastasia consultó en internet cómo matar a una bruja y como desmembrar un cuerpo. En su primera búsqueda encontró que para acabar con el encanto tenía que apuñalarla en el corazón. A Valeria, intentó sacarle los ojos con una cuchara, pero como no pudo fue por un cuchillo a la cocina. “Un hombre me decía que acabara con ellas”, dice.
Sabía perfectamente dónde cortar; se informó a la perfección. Corrió a la cocina y tomó tres cuchillos con diferentes grosores y filos. Los encajó hasta el fondo de la axila, la unión de la pelvis con las piernas.
Con Yuliya tardó cuatro horas, relativamente poco tiempo porque era muy delgadita. Con Valeria tres horas. No hay tanto derramamiento de sangre porque sabía qué no debía cortar. Luego de siete horas el departamento estaba limpio.
La joven rusa, absorta, narró que tuvo que cortarle las extremidades “para que ya no viajaran los espíritus. Y a la títere, la muñeca, había que sacarle los ojos”.
Algunos vecinos han colocado ramos de flores, veladoras y juguetes afuera de la casa. En la calle Lluvia —donde fueron asesinadas— a los vecinos también les preocupa el gato de la familia Lechtchenko. Desde la muerte de la pequeña Valeria, el gato no para de llorar.
Para la recreación de esta historia fueron entrevistadas al menos 12 personas y consultados los testimonios ministeriales sobre el caso en Tijuana.