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Existe en la naturaleza una “paciencia tenaz”, enseñó Jack London en La llamada de la selva. Después del otoño de 1897, luego de haber vivido cuatro años como un aristócrata, el perro Buck conoció la impiedad del género humano. Enlazado por su captor, que lo apartó de su amo y vendió para una expedición, aquel entrañable personaje creado por London descubrió para el lector que aquella peculiar paciencia es la que “mantiene inmóvil durante horas a la araña en su tela, a la serpiente enroscada, a la pantera al acecho”.
Algo del instinto de Buck, que lleva al final a ese perro lobo hacia su libertad en los valles helados del Norte, atraviesa El salvaje (Alfaguara), última novela de Guillermo Arriaga (Ciudad de México, 1958), que visitará Argentina para presentarse en la Feria del Libro de Buenos Aires. Será en el marco de la frenética promoción que lleva tres meses, que interrumpe para participar de la presentación de algún libro o, como hace dos semanas, para recibir el Premio Mazatlán de Literatura 2017, que otorga la Universidad Autónoma de Sinaloa. En el pasado, esa distinción fue otorgada a Elena Poniatowska, Octavio Paz y Carlos Monsiváis.
El relato enlaza una espiral de muertes que impulsan a su protagonista, Juan Guillermo, a vengar los asesinatos de los miembros de su familia. La historia se sitúa en la Unidad Modelo, colonia de la Ciudad de México, donde creció el autor de Amores perros, 21 gramos y Babel, un híbrido de casas unifamiliares y edificios de departamentos distribuidos en supermanzanas y glorietas. También aquí hay dos personajes perros, King y Colmillo, que aun ante la crudeza a la que el autor los somete operan como redención de un sistema corrupto y posibilidad de ser rescatado de la mano del hombre.
Como Juan Guillermo, Arriaga conoce la violencia. “Tuve experiencias de vida fuertes. En la calle había que tener cuidado. Somos calmados porque sabemos los alcances de la violencia y no la queremos”.
Arriaga fue de niño un aficionado a las peleas callejeras. Perdió el sentido del olfato. “A los cuatro, me quitaron los cornetes. Las peleas me lo quitaron otro poco a los 13. El último vestigio me lo quitó un accidente de carretera. La nariz está reconstruida con los huesos de mi paladar. Peleé mucho. Traía un cuchillo en la escuela. Alguna vez lo saqué en la privada y fue un escándalo”, recuerda. Con todo, los aromas le importan. Elige él su perfume. “Huelo con la lengua, como una víbora”.
Al acecho. Arriaga es cazador. Caza para comer. No le es indiferente la crueldad que el acto implica y la siembra en sus ficciones sin censurarse. “Si empiezas a decir: ‘no voy a escribir de esto’, te estás castrando. La crueldad es parte de la vida. El libro tiene que ser como un espejo y mi obligación como escritor es meterte en mundos a los que te niegas a entrar. Soporto la crueldad. Soy cazador, que implica un acto de crueldad terrible. Cazo venado, jabalí, marrano, pavo silvestre. Uso arco y flecha o cuchillo”, revela. El salvaje también luce como un texto donde no necesitó documentarse, pues conoce de lo que narra: “Quiero que me lean y digan: ‘este tipo ha estado allí’”.
La novela menciona una vez a Buenos Aires y dos a Borges, quien “ayudó” a Arriaga a decidirse por la escritura. “Desde niño quise ser escritor. También basquetbolista y ganar la Copa del Mundo”. Hasta que a los 23 se le infectó el corazón. “Tuve que guardar cama y no me podía mover. En el hospital leí El jardín de senderos que se bifurcan. Me dije: ¿por qué se me olvidó que yo quiero ser escritor? A partir de ahí he escrito todos los días de mi vida”.
Borges resultó una alarma para volcarse a la escritura, pero Arriaga sabe que sus textos no se alumbran por el escritor argentino. “Él abreva de la otra tradición, del escritor de biblioteca. Yo vengo de la tradición de escritores vivenciales, como Faulkner, Rulfo”.
En ese intento de rescatar algo, Arriaga decidió que ésta sea su primera novela sin final abierto, con una ceremonia de liberación como desenlace. El perro-lobo Colmillo es la piedra fundamental para la transformación del protagonista.