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El cine ultramoderno ama la velocidad. En Bullit (1968, Peter Yates) hizo que un Mustang 390 GT destilara virtudes a 220 km/h, en Carrera contra el destino (1971, Richard C. Sarafian) volvió a un Dodge Challenger máquina existencial. Y en La huida (1972, Sam Peckinpah) y Driver (1978, Walter Hill) reveló que el éxito en delinquir no es cometer el robo: es escapar a todo lo que dé el velocímetro. Así concluyó su ciclo.
Inesperadamente resurge en Baby, el aprendiz del crimen (2017), sexto filme para la pantalla grande escrito y dirigido por el inventivo inglés Edgar Wright, donde la velocidad y lo criminal como idea rectora de la ultra modernidad hacen un círculo de vértigo al viejo estilo, sin abusar de (d)efectos visuales con los que la saga Rápido y furioso (2001-2021) infesta este subgénero.
Regresan, pues, las acrobacias, el callejero estilo de quemar llanta, usar vehículos como sofisticadas maquinarias al servicio de cada asalto-escape contra reloj; situación que mezcla comedia y emoción.
Como novedad un elemento del que el cine abusa: la banda sonora. Wright lo justifica dramáticamente: Baby (Ansel Elgort, eternamente angelical) tiene un problema en el oído. Para concentrase (y ser el Mozart en ruedas al decir de su jefe Doc [Kevin Spacey]) necesita escuchar la tan creativamente seleccionada banda sonora. Con ello el inspirado montaje de Jonathan Amos y Paul Machliss da un ritmo distinto a cada fragmento de la cinta: revitalizan la circularidad del cine ultramoderno.
La banda sonora recurre a todo tipo de éxitos. Unidos a la acción visual dan la pauta de una película vuelta objeto de culto sin notas falsas (p. ej. destacan la actuaciones de Jon Hamm, Jamie Foxx, Jon Bernthal, Lily James y la mexicana Eiza González).
El anónimo conductor de Driver tenía el silencio y una triste canción country de Don Williams; el Kowalski de Carrera contra el destino tenía al DJ Super Soul como guía radiofónico. Baby, armado con su anacrónico iPod, tiene una lista de piezas tan conmovedora y desconcertante como la película misma. Sin sonido no es nadie. Wright hace con todo lo anterior un filme genial.
Entre los anti-profetas de la ultramodernidad tecnológica está Richard Stallman, quien considera neo-delincuencia organizada (Facebook y WikiLeaks, dos caras de la misma moneda) al exceso exhibicionista y su vacuo narcisismo que canjearon la privacidad por la comodidad de un celular, redes sociales y la noción fascista de “transparencia”. Aunque lo único popularizado fue la violencia y el linchamiento anónimos y multitudinarios.
Congruente consigo, Stallman no posee celular; sus ideas calaron para la novela de David Eggers, El círculo (2013). Ahora vuelta el largometraje homónimo (2017), quinto de James Ponsoldt, donde se cuenta cómo Mae (Emma Watson) es contratada por empresa idéntica a un gigantesco consorcio tecnológico que viola cualquier ética para verlo todo, saberlo todo, mostrarlo todo a todos, todo el tiempo.
El trabajo soñado acaba en paranoica pesadilla gracias al falaz dogma empresarial de Bailey (Tom Hanks).
La novela pierde mucho en la adaptación, aunque conserva cómo ese huevo de la serpiente poco a poco se revela a Mae.
Así, la anti-utópica cinta que quiere denunciar qué se pierde ante el totalitarismo contemporáneo de la vida virtual, saturada de esa egocéntrica agresividad sobre la que advirtió Stallman, renuncia a cerrar el círculo crítico; acaba siendo una del montón que se espanta ante la omnipresencia de la actual teo-tecnocracia.