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El automóvil es el signo que define con toda nitidez a la modernidad. El cine lo aprovecha en fábulas sobre la velocidad como ejemplo de libertad absoluta. En Bullitt (1968, Peter Yates) un Mustang GT representaba el tiempo y la justicia; y en Carrera contra el destino (1971, Richard C. Sarafian) un Dodge Challenger era la anarquía del desafío. Este subgénero cinematográfico no se fatiga. Desde 2001 persiste como emblema del nuevo siglo, con Rápido y furioso, que ante la evolución de los automóviles crea la aventura simple de sentir la adrenalina correr por las venas de los conductores igual que la gasolina, con diversos aditamentos, corre por las tuberías del auto ante paisajes que se hacen abstractos al acelerar a más de 200 km/h.
Desde el primer episodio esta franquicia estableció que funcionaría acumulando varios personajes hasta volverse “familia”, autos -actuales o de colección, en especial los simbólicos de los 1960/1970-, y situaciones que son la exageración total. Lo confirma la cinta Rápidos y furiosos 8, noveno filme del desigual director de acción F. Gary Gray, que continúa la historia de siempre sumando los antes enemigos ahora como amigos, y planteando un descabellado capítulo “nuevo” que suspende la credibilidad para poder digerir la abundancia de excesos. Ya no basta manejar un automóvil a 250 km/h. Hay que añadir tanques, submarinos, una tecnología de pretendido fácil acceso para multiplicar autos sin control en un banquete terrorista que, por supuesto, es la exageración de la exageración. El sexto argumento para la serie de Chris Morgan, cuya única dramaturgia es “más rápido y más furioso”, re sulta bastante ridícula e inverosímil.
La serie no da para más, excepto acrobacias irrealizables en la vida real: pertenecen al artificial ámbito ciber-virtual, donde la velocidad es tan inhumana como este absurdo churro. Que adora pisar el acelerador hacia la nada.
Dentro del género del horror poco hay que inventar. El canibalismo, submundo difícil de asimilar, es de sus temas más exasperantes. Alguna revista inventó cómo medir el asco que produce una cinta semejante. Ingeniosamente le llamó vomitómetro; las máximas ganadoras, Holocausto caníbal (1980, Ruggero Deodato) y En el infierno caníbal (1981, Umberto Lenzi) que, de alguna manera, anteceden a Voraz (2016), inclasificable debut en el largometraje de la audaz francesa Julia Ducournau, escrito por ella misma. Obtuvo el premio FIPRESCI en el Festival de Cannes 2016 porque supera el entretenimiento mórbido de los filmes mencionados: rompe con todos los esquemas al volverse metáfora, de algún desorden alimenticio, del rito de paso que es el fin de la adolescencia, o de la (de)formación de una personalidad en el histérico mundo contemporáneo: no es casual que la protagonista se llame Justine (Garance Marillier); hay algo muy sádico en este filme que rebasa las fronteras del género. Tan impresionante que en el vomitómetro tiene 100% de efectividad. Intenso ejercicio de obsesión, de horror, justamente referido al hambre, claramente no apto para todas las sensibilidades (ni recomendable para comer mientras se proyecta). Inquietante de principio a fin.
Por último, XX pasión por el horror (2017), filme colectivo dirigido por las inspiradas directoras Roxanne Benjamin, Karyn Kusama, Annie Clark (St. Vincent) & Jovanka Vuckovic, con transiciones animadas entre relatos hechas por Sofía Carrillo, son disparejas variaciones —de oscuro existencialismo, de humor negro—, casi siempre sobre lo maternal. Atmósferas de horror que funcionan como verdaderas y entretenidas pesadillas.