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Las “palabras de autor” son los elementos recurrentes, visuales y/o dramáticos, que expresan los cineastas en su obra.

La más sutil para Martin Scorsese es el silencio: pausas en los diálogos que desembocan en tragedia o comedia; divergencia entre lo visual y la voz que narra fuera de cuadro; gestualidad de rostros que no requieren diálogo o sonido.

Esta constante destaca en su díptico espiritual, La última tentación de Cristo (1988) y Kundun (1997); que sobresale en su notable y suntuoso largometraje de ficción 24, obra de madurez plena: Silencio (2016), drama ambientado en el histórico periodo Edo que marcó a Japón.

Basado en la magistral novela homónima del escritor católico Shûsaku Endô (1923-1996) —publicada en 1966 y llevada a la pantalla en 1971 por Masahiro Shinoda, con guión del propio novelista, y en 1994 por el portugués Joao Mario Grilo como variación sobre el tema bajo el título Los ojos de Asia—, Scorsese da una visión desde el silencio sobre la fe, y las plegarias no atendidas de los frágiles sacerdotes portugueses Rodrigues (Andrew Garfield) y Garupe (Adam Driver) buscando a su mentor Ferreira (Liam Neeson), acusado de apostasía en un Japón que no daba cuartel y prometía el infierno en la tierra a los primitivos cristianos nipones, conocidos como Kakure Kirishitan, o sea, Cristianos Ocultos (no hay que olvidar el martirio previo a esta aventura no tan ficticia si se compara con nuestro san Felipe de Jesús y la figura real que inspiró a Endô, el jesuita Giuseppe Chiara).

Scorsese, con sabiduría de gran maestro, hace un alarde de narrativa visual concentrada en el silencio máximo, el de Dios ante sus lastimadas criaturas.

Cada plano contiene la intensidad de la mesura en rostros, pensamientos, acciones, rezos (excepcional fotografía del mexicano Rodrigo Prieto) que construye el alma de los personajes; sus dramáticos silencios son subrayados por la vital música de Kathyrn Kluge & Kim Allen Kluge. Scorsese hace un filme introspectivo sobre el valor del silencio en mundo aparentemente abandonado por Dios.

A su vez, Jackie (2016), séptimo largometraje del destacado chileno Pablo Larraín, no es una biografía convencional sobre Jacqueline Kennedy (1929-1994), sino una singular introspección que parte de su día más trágico, el 22 de noviembre de 1963: el del magnicidio de JFK.

A diferencia de su cinta previa, Neruda (2015), donde con un personaje ficticio reconstruye un capítulo en la vida del poeta, Larraín usa la confesión en directo, inspirándose en la entrevista que hiciera Theodore H. White publicada en Life el 6 de diciembre de 1963: un atento periodista (Billy Cudrup) platica con Jackie (Natalie Portman, etérea y frágil) sobre su vida en la Casa Blanca, la muerte de Jack (Caspar Phillipson, casi idéntico a JFK) y su entonces intangible futuro una semana después del asesinato.

Larraín aprovecha el inteligente guión de Noah Oppenheim para hacer una “puesta en abismo”, o sea, una ficción que explora el alma de Jackie; como nunca antes se interna en ella mostrando cómo resiste con entereza el despedazamiento emocional entre significativos silencios: esas pausas en primeros planos y perfiles (intimista fotografía del francés Stéphane Fontaine).

El silencio más terrible es la súbita soledad (secuencia post asesinato: Jackie se quita la ropa manchada de sangre; es la intimidad con el horror absoluto), destacada por la música de Mica Levi.

Una sensible cinta sobre el martirio de la viudez ante la brutalidad de la historia.

Ambos filmes, impresionantes, son “cine puro”.

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