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Antes de que comience el carnaval de premios que saturarán este primer trimestre, dos títulos llaman la atención aunque no sean tan redondos como cabría esperar.

Aliados (2016), obra 18 para cine del maduro Robert Zemeckis, ahora en su tercera etapa como director reinventándose en estilo neoclásico, tras sus momentos como creador de mitologías posmodernas (Volver al futuro, ¿Quién engañó a Roger Rabbit?, Forrest Gump) y como productor de vanguardistas cintas animadas (El expreso polar; Beowulf, la leyenda; Un cuento de navidad).

Aliados es lo que antiguamente se llamaba “romance de guerra”, donde dos personajes enfrentan una situación extrema cuyo telón de fondo es la Segunda Guerra Mundial. La cumbre de este tipo de melodrama, siempre sofisticado, siempre con efecto, fue la genial Casablanca (1942, Michael Curtiz). De ahí que las referencias que el guionista Steven Knight hace a esta cinta, y que seguro Zemeckis aprobó, no son casuales.

En este caso la historia de espionaje entre la francesa Marianne (Marion Cotillard) y el canadiense Max (Brad Pitt) cumple con hacer elegante esa sofisticación. Compañeros en una misión, Marianne y Max viven dos etapas en su relación: la misión y su vida en Londres, donde el romance cuaja. Hasta que de súbito cae la sospecha sobre Marianne: ¿es o no una espía doble?

La duda habría producido una trama estilo Hitchcock, con todo lo que implica ideológica y moralmente dormir con el enemigo, procrear con él, y recibir una propuesta nada sutil. Hueco sustancial en la historia: Si Marianne despierta tantas dudas, ¿por qué Max no? Si la relación es tan íntima, ¿por qué Max debe ejecutar la posible solución final?

Zemeckis, director de sólido oficio, renuncia a crear atmósferas llenas de suspenso, tan eficaces en las cintas clásicas en que se inspira, porque prefiere sentimentalismo antes que emoción.

A pesar de su mano firme, Zemeckis se nota incómodo con una historia que le exige expresar sospechas del corazón sin recurrir a efectos especiales. Empieza excelente pero en determinado momento pierde la brújula.

Vivir de noche (2016), cuarta obra cinematográfica total del actor Ben Affleck, con guión por él escrito de nuevo basado en una novela de Dennis Lehane (igual que su sólido debut Desapareció una noche (2007), es a su vez una neoclásica incursión en el cine de gánsters de los años 1930, que homenajea revisando el estilo y tono predominantes de títulos similares como La pandilla Grissom (1971, Robert Aldrich) y Mamá sangrienta (1970, Roger Corman): Comparte con ellos una visión similar sobre la Era de la prohibición (1920-1933) y la posterior Gran depresión (1929-1941).

Es la historia de Joe (Affleck), quien en plena prohibición se gana la vida violentando el código moral con el que fue educado por su padre policía Thomas (Brendan Gleeson).

La película tiene tanto las virtudes de Affleck como director como los defectos de Affleck como actor: personajes bien concebidos… excepto Joe, precisamente quien nunca se vuelve entrañable (es un complejo antihéroe que jamás cobra cabal vida aunque cargue con todo el peso de la película); actuaciones inspiradas… y a veces desperdiciadas (en especial las femeninas); gusto espectacular por la acción hecha para lucimiento de la fotografía de Robert Richardson y del montaje de William Goldenberg, y una adaptación que busca incluir un poco de todo lo que hay en la abundante novela original (giros de tuerca, melodrama, enfrentamiento con el Ku Kux Klan). Empieza notable, pero es una pena que no se mantenga así.

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