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Los zombis desde el clásico Yo dormí con un fantasma (1943, Jacques Tourneur) se apoderan del imaginario colectivo como la peor fantasía distópica. Son seres, irracionalidad pura, que sin ninguna noción social simplemente atacan; representan el pavor a ser “tocado por lo desconocido” que apuntó Elías Canetti. La palabra “tocar” es clave. ¿Qué más horrible que la carne putrefacta buscando un ser vivo para volverlo como él, zombi sin alma ni raciocinio? El zombi funciona metafóricamente para cualquier cosa (el populismo, el neofascismo) que de súbito toma el control de lo civilizado y lo vuelve desastre.
A este género del horror es difícil, podría decirse imposible, renovarle las reglas de su dramaturgia que sólo son caos y anarquía delirantes. Pero he aquí Estación zombie: tren a Busán (2016), cuarto largometraje, aunque primero con actores, del inventivo y dinámico animador Yeon Sang-ho, insólita secuela a su filme animado previo Estación Seúl (2016).
No es la primera cinta que aborda el tema con asfixiante unidad de acción-tiempo-lugar en un tren a 300 kph (en otro sentido El expreso del miedo [2013, Bong Joon-ho] fue reflejo de lo contemporáneo como tren en marcha hacia la nada).
La historia es sencilla: Soo-an (Soo-an Kim) quiere visitar a su madre en Busán y obliga a ello a su padre Seok (Gong Yoo). Para lograrlo deben sobrevivir el famoso KTX infestado de zombis.
Gracias a la vertiginosa fotografía de Lee Hyung-deok, que hace auténticas acrobacias para conservar al espectador en estado de máxima tensión, la película avanza hacia lo indecible de una vida sin presente ni futuro; crea una atmósfera angustiante, pocas veces vista en este género, volviéndose un notable ejemplo del K-Horror, el horror hecho en Corea del Sur. Una auténtica joya sobre un tema que seguirá vital durante buen rato.
Entre los géneros poco abordados en la cinematografía nacional está el policial. No se trata de sagas sobre criminales, sino sobre cómo cambia el código social en cuanto una persona toma un arma y decide utilizarla por algo escalofriante: la simple necesidad. Bajo la idea de “un animal herido no llora, muerde”, el cuarto largometraje de Rodrigo Plá, Un monstruo de mil cabezas (2016), escrito por su colaboradora habitual Laura Santullo basándose en su novela homónima, es una cinta de tensión emocional, con atmósfera entre naturalista y ominosa (espléndida fotografía del debutante Odei Zabaleta) que cuenta cómo Sonia (Jana Raluy, actriz con más tablas en televisión que en cine, vuelta toda una revelación) se ve obligada a pelear por la salud de su esposo ante una voraz aseguradora burocrática sin ética. El simbolismo de cómo se lucra con el sufrimiento ajeno es similar al filme John Q (2002, Nick Cassavetes), pero a pesar de ciertos excesos formales y melodramáticos, Plá logra un policial a la vieja escuela, con demoledora concisión que deja en carne viva la esencia de su temática. Un policial brutal y el título más sólido en la carrera de Plá.
La cinta “de Navidad” resultó ser Fiesta de Navidad en la oficina (2016), tercera para cine del tándem formado por los relajientos Josh Gordon & Will Speck, donde para salvar una empresa unos party animals (traducción literal: animales fiesteros, monstruos parranderos o mejor, reventados) con la vulgaridad, en todo sentido, como única opción, organizan una que, ¡pero por supuesto!, se sale de control al igual que todas las fiestas previas desde Despedida de soltero (1984, Neal Israel). Ninguna novedad. Ninguna originalidad.
Eso sí, harto relajo.