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Ethan Hunt, el protagonista de Misión: imposible, como lo dice su nombre en inglés, caza; Jack Reacher, según su apellido, alcanza, persigue. La única coincidencia entre ambos es el actor que los interpreta, Tom Cruise, reemplazando como héroe del cine de acción a la generación previa con Bruce Willis, Arnold Schwarzenegger y Steven Seagal.

A Jack Reacher, el personaje, lo define la acción; actúa a medio camino entre lo legal y lo ilegal; hasta cierto punto es un renegado de las sacrosantas instituciones militares estadounidenses. Tiene, sí, una ética patriota, pero prefiere moverse entre las sombras, sin directrices o, al menos, recurriendo a las que controla o que conforman su peculiar visión de la vida. Es un súper detective dedicado a casos de alto perfil que caza, persigue, a veces contra su voluntad, obligado por las circunstancias. Su única arma es él mismo (aunque recurra a todo un arsenal).

A diferencia de Hunt, Reacher actúa en solitario. En su segunda incursión fílmica (basada en la novela 18 de las 21 escritas por Lee Child) Jack Reacher: sin regreso (2016), doceavo largometraje para cine del siempre irregular Edward Zwick —con guión de él mismo, Richard Wenk y Marshall Herskovitz—, es una incursión convencional en el cine de acción que deja de lado apuntes que parecían de comedia familiar (la relación entre Samantha [Danicka Yarosh], Reacher y Susan [Cobie Smulders]), que le habrían dado un giro interesante a la historia violenta al profundizar en la psicología de Reacher.

La cinta sugiere, con corrección política, la equidad de género y muestra un humor posmoderno, de rigor en la era Willis-Schwarzenegger (tras la paliza, la risa con una línea de diálogo ingeniosa); elige subrayar por qué el género no se fatiga como sus héroes: provee suficiente adrenalina para mantener al espectador interesado, aunque se sienta la ausencia de un villano aterrador (en la primera entrega fue el mismísimo Werner Herzog), a pesar del concepto-homenaje (tal vez involuntario) a Enemigo interno (2012, Herzog). Como película de acción, divierte.

Hubo una vez una vida nocturna en México llena de estrellas (“las estrellas brillan cuando el sol se mete”) que dieron vida al cabaret y al teatro de revista. También al menospreciado género cinematográfico llamado “de ficheras” (hoy saqueado para pudorosas comedias bobas con pretensiones dizque políticamente correctas aunque estéticamente impresentables).

Estrellas que fueron divas del desvelo: Olga Breeskin, Lyn May, Rossy Mendoza, la princesa Yamal, Wanda Seux; presencias emblemáticas entre muchas otras más que hicieron las delicias de una generación que abarrotó por años, por ejemplo, el Hotel Continental, donde la Breeskin fue reina y señora con su violín y su espectáculo de variedades.

Decenios más tarde, ya sin los templos donde se hicieron famosas, reaparecen estas dignas damas mostrando cómo es su vida actual en el notable documental Bellas de noche (2016), auspicioso debut total de María José Cuevas (escribe, dirige, coproduce y codirige la fotografía), quien recupera las trayectorias de sus entrevistadas, compila algunas de sus imágenes significativas, las retrata en sus rutinas y arma una pieza coral sin nostalgia que deja en claro la transformación de la vida nocturna, al menos en la ahora moralista Ciudad de México, que repudia ese concepto de show y el cine de estas bellas, las que en el pasado representaron una educación erótica y sentimental.

El documental de Cuevas profundiza en un tema que ni frívolo ni morboso es sino simplemente humano.

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