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La popular novela de suspenso La chica del tren, de Paula Hawkins, cuenta las consecuencias de espiar personas a las que se desconoce. Rachel, la protagonista, asume una serie de hechos que considera reales en su alcoholizada existencia. Pero no es la única que tiene un punto de vista sobre lo que va descubriendo.
La estructura recuerda el estilo Agatha Christie: los personajes femeninos principales desde una óptica particular arman el rompecabezas. Sobre todo en cuanto interviene la policía para discernir qué tanto es ebriedad y qué tanto verdad lo que Rachel dice.
En la adaptación fílmica la guionista Erin Cressida Wilson se preserva la estructura novelística aunque resumiéndola demasiado para La chica del tren (2016), cuarto filme del principalmente actor Tate Taylor. El resultado es una obra visualmente suntuosa (notable fotografía de la danesa Charlotte Bruus Christensen). Taylor filma sin muchas sutilezas la trama, que prometía ser una combinación de Días sin huella (1945, Billy Wilder) y La dama desaparece (1938, Alfred Hitchcock), con un guiño de ojo a La ventana indiscreta (1954, Hitchcock); en este caso ventana en movimiento. Precisamente su apuesta es esa: una película nostálgica de trazado clásico; un “descubra quién fue”. La fotografía, en evidente claroscuro, da un ambiente depurado para una intriga que fluye. Hasta cierto punto.
Rachel (Emily Blunt) atestigua algo y, como en la novela, los hechos desencadenan un juego sobre la realidad y el delirio. Taylor, sin embargo, despoja a la trama de algo que se antojaba esencial: los amplios suburbios de Nueva York y su red ferroviaria en nada se comparan a los asfixiantes de Londres.
A pesar de lo entretenida que es, resultará insatisfactoria a aquellos que leyeron la novela.
En el género donde abundan Encuentros cercanos del tercer tipo (1977, Steven Spielberg) es refrescante contar con un ejemplo de ciencia ficción adulta, en este caso La llegada (2016), octavo largometraje de ficción del ya inclasificable y siempre inspirado Denis Villeneuve, basado en un relato de Ted Chiang que Eric Heisserer (célebre por Cuando las luces se apagan) convirtió en sólido guión. Se trata de una original obra sobre la posibilidad de comunicarse con una entidad extraterrestre. Para ello es convocada la lingüista doctora Banks (Amy Adams). Ante la aparición de diversas naves que nadie sabe de dónde vienen ni para qué, el lenguaje es fundamental para evitar o provocar una conflagración. Villeneuve convierte el sutil argumento sobre la incomunicación en una brillante obra de ciencia ficción sobre cómo comprender lo desconocido.
Nada sutil es, en cambio, Macho (2016), quinto largometraje de Antonio Serrano, tras su díptico sobre la independencia Hidalgo, la historia jamás contada (2010) y Morelos (2012).
Regresa, pues, a la zona de comodidad que es la comedia de estereotipos sexuales; a su primer éxito, Sexo, pudor y lágrimas (1999). Ahora “actualiza” el filme clásico Modisto de señoras (1969, René Cardona jr.), donde Maurice (Mauricio Garcés) se hacía pasar por gay mientras seducía mujeres. En este caso es Evaristo (Miguel Rodarte): para no arriesgar su imperio de la moda oculta sus promiscuidades heterosexuales fingiéndose gay. Qué simple. Habría sido mejor recurrir al tal Gómezbeck, autor de Cuatro hembras y un macho menos (1979), o al Güero Castro de Macho que ladra no muerde (1984) y Hembra o macho (1991), películas que tenían la agilidad de un humorismo genuino, desinhibido, más eficaz, digno y sincero que este ejemplo inferior a la cinta que alude.