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Morgan (2016) es el auspicioso debut en el largometraje de Luke Scott —con apenas un corto y un TV episodio; hijo menor del famoso Ridley, coproductor del filme—, y casi también del brillante guionista Seth W. Owen (en su segundo trabajo para cine), y del fotógrafo Mark Patten (en su segundo crédito fílmico), lo que crea una intensa ópera prima, de sólida premisa, visualmente elaborada que está en la encrucijada donde se juntan Especies (1995, Roger Donaldson), I. A., Inteligencia artificial (2001) —la propuesta de Kubrick no tanto la de Spielberg—, Ex Machina (2015), la impresionante fantasía erótico tecnológica que significó el debut en la dirección del guionista-novelista Alex Garland —sin corrida comercial en México—, y Hanna (2011, Joe Wright) otra película nunca exhibida en nuestra cartelera sobre la relatividad moral inculcada.

¿Es la copia de la copia? No, porque el joven Scott estilística y dramáticamente cambia el trasfondo; subraya más la acción; crea una atmósfera asfixiante a diferencia de Ex Machina, por ejemplo. Lo más importante: su sustancia filosófica es otra: Garland recurrió a las reflexiones comunicativas de Wittgenstein.

Scott, para su escalofriante relato sobre Morgan (Anya Taylor-Joy, aún aterrorizando igual que en La bruja), usa las ideas pioneras de John McCarthy, quien acuñó el término “inteligencia artificial”; opta por un tono primitivo: aludiendo al pensamiento racional que se efectúa mecánicamente, lo que imaginara el filósofo Ramón Llull (c. 1232-1315), representa el miedo hacia una suerte de entidad humana-sintética que amoralmente evoluciona sin nexos afectivos convencionales. Lo hace con un hábil uso de planos, maquillajes, espacios grises y expresiones faciales llenas de desconcierto, recelo y sorpresa, y un montaje de feraz concisión a cargo de Laura Jennings. Así que es un filme sin pretensiones, de cierta profundidad, que jamás renuncia al espectáculo.

Su originalidad está en el punto de vista intuitivo, en cómo Morgan se adapta con flexibilidad. Presenta la génesis del pensamiento y su choque con lo emocional (la parte irracional) de un ser creado en un laboratorio, el hogar donde convive con diversos personajes, todos los cuales son evaluados por Lee (Kate Mara, con gelidez devastadoramente humana idéntica a la de Morgan: véase la escena del encuentro a través del cristal). Parece un filme convencional sobre otro experimento que salió mal. No lo es. Es un interesante híbrido, entre el thriller sangriento y la ciencia ficción provocadora, respecto a la responsabilidad que implica crear una inteligencia artificial.

El especialista: la resurrección (2016), sexto filme para cine pero primero hollywoodense del eficaz germano Dennis Gansel, con fotografía de su compatriota Daniel Gottschalk, es la inesperada secuela de El especialista (2011, Simon West), a su vez remake de Asesino a precio fijo (1972, Michael Winner), escrito por Lewis John Carlino para lucimiento del entonces astro Charles Bronson.

Narra cómo Arthur Bishop (Jason Statham, ya estereotipadísimo como el cara dura inexpresivo que reparte golpes, pone bombas, dispara armas y nunca se inmuta, ni cuando le secuestran a la novia), debe cometer varios asesinatos que parezcan accidentes, que en eso se especializa, si quiere volver a ver viva a Gina (Jessica Alba). Con un twist, el filme se desenvuelve igual que su predecesor pero sin la intensidad ni el suspenso del original. Es pura acción hecha con eficacia e ingenio. Sobre todo con más ruido y violencia que el episodio 2011.

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